Frase de la semana:
"-¿Y a tí? ¿Qué te importa ese imbécil? Si quiso casarse con una sinvergüenza es su problema...
-¡Tú también quisiste casarte con ella!
-Muy bien... Veo que ya llegó el momento de hablar. Hablemos, entonces. Pero con la verdad, Mónica, nada más que con la verdad ¿Estás de acuerdo?"
Bueno, esta es mi pequeña aportación a este maravilloso foro. Recuerdo cuando empecé a escribir la historia. Estaba visitando a mi familia de Estados Unidos y un día acompañé a mi primo a la Universidad y en una de las clases, que era muy aburrida, saqué una hoja y me puse a escribir... jejeje. Y a día de hoy (Noviembre de 2004) todavía continúa... Quise aprovechar que Ani me hizo un banner precioso para la historia (y se lo agradezco profundamente!) y escribir estas líneas por si alguien comienza a leer el relato, para que sepa más o menos de qué se trata.
La historia comienza después del final de Corazón Salvaje. Juan, por asuntos de negocios, debe marchar a París. Pero allí le esperan... algunas sorpresas, jejeje. Además, aparte de Juan y Mónica, esta historia tiene otros protagonistas que se van desvelando a medida que el relato continúa.
Sin embargo, lo más importante que quisiera aclarar sobretodo para quienes sean nuevos y decidan leer el relato, es que con mi amiga Sonia, hemos cruzado en un punto nuestras dos historias. Sonia es la autora de otra historia, "Cruce de caminos", y debo avisar que a partir del capítulo LVII mío y 23 de ella, hemos escrito juntas... es decir, los capítulos tanto de una historia como de la otra son los mismos. Serán unos diez más o menos y ya después volvemos a separar las historias... Bueno, digamos que los capítulos conjuntos son a partir, como ya dije, del LVII y el 23, pero ya un poco antes se hace alusión en ambas historias a los personajes de los dos relatos...
Finalmente, espero no haber hecho más lío y que se haya entendido! jijijiji Un beso y espero que les guste el relato...
Era un día primaveral en el caluroso San Pedro. En esta época del año las flores comenzaban a brotar impregnando el ambiente de un aroma exquisito que, mezclado con el perfume del mar, daban al lugar un toque de sofisticación, pero, sobre todo, una sensación de estar en un sitio con una particular dosis de magia y encanto.
El antiguo San Pedro, ese lugar en el cual habían transcurrido tantas historias Eso mismo pensaba Mónica mientras miraba por el balcón de la habitación que antaño había pertenecido a su hermana Aimée. Mientras aspiraba ese aroma encantado, infinidad de recuerdos que su mente aún conservaba nítidos, afloraban en ese momento sin control. En ese preciso instante, sin embargo, sus pensamientos estaban enfocados a una sola persona, su hermana. Recordaba algunos momentos de su infancia; recordaba a una Aimée altanera, desafiante y algo egoísta ya desde temprana edad.
Al mismo tiempo se acordó también de los sentimientos que tenía hacia ella; la amaba, la amó mucho desde siempre, eso no podía negarlo; a pesar de todo ella era su hermana y la había querido mucho. Lo que sucedió fue que sus sentimientos hacia ella se confundieron y variaron a medida que el tiempo pasaba.
Recordaba cómo en un principio, cuando Aimée se burlaba descaradamente de ella y le decía que era una santurrona, llegó a sentirse en inferioridad de condiciones y despreció a su hermana con todas sus fuerzas. Sí, pensaba que su hermana era mucho más linda, más simpática, que sabía cómo llamar la atención de un hombre y conquistarlo hasta tenerlo a sus pies En ese instante se le cruzó por la mente aquella conversación que había mantenido con Juan unos días después de casarse y lo que éste le había respondido, que ella tenía cualidades que valían mil veces más y una sonrisa se le dibujó en el rostro mientras rememoraba aquellas palabras. Y también pensó en cómo todo aquello que alguna vez había llegado a experimentar, ahora simplemente se había transformado en un sentimiento de compasión.
Mónica logró darse cuenta de que en realidad Aimée había sido una pobre mujer. Las personas como ella, tan egoístas, tan envidiosas, que viven pendientes de urdir intrigas para conseguir sus propósitos, no pueden ser felices, están incapacitadas e impelidas para disfrutar de la vida plenamente. Simplemente, han perdido la capacidad de amarse y amar a los demás y a la vida. Si había una lección que el destino le había hecho aprender a Mónica a través de Aimée, era la de que el egoísmo y la envidia bien podrían asemejarse a un pequeño roedor que poco a poco va carcomiendo el alma humana hasta dejarla prácticamente vacía y seca por dentro. Y la que más sufre por ello es la misma persona; el envidiado siente compasión por el que envidia, y éste se lastima cada vez más a sí mismo.
Por desgracia a Aimée le había tocado pagar muy caro todo el daño que había ocasionado. Imágenes de su hermana en el lecho de muerte se atravesaron y clavaron como un aguijón en su mente. Aquél trágico accidente había traído aparejado el peor de los desenlaces: el cese abrupto de una vida, la de su única hermana.
Mónica pensó en Juan y en cuánto había sufrido por las maldades de Aimée, y también se recordó a sí misma que si no hubiese sido por su hermana ella nunca hubiera conocido a Juan ¿O quizás sí? ¿Habrían estado destinados a conocerse y enamorarse sin importar el cómo? Mónica se convenció de que eso era algo que nunca podría saber con exactitud. Y nuevamente estos pensamientos la condujeron a afirmar lo que anteriormente había expresado: había querido realmente a su hermana, es más, en este presente que ya carecía de rencores o sentimientos negativos, se decía a sí misma que la extrañaba, en verdad la extrañaba.
Mónica cerró la puerta de la habitación, y con ello también la de los recuerdos, y comenzó a buscar a su marido. Dio algunas vueltas por la casa hasta que se percató de su ausencia. Algo más tarde se acercó a Meche para preguntarle por Juan, pero ella respondió que no sabía nada de él, que ni siquiera lo había visto luego de haberles servido el desayuno esa misma mañana. Mónica le contestó que no importaba, que seguramente Juan había salido a hacer alguna diligencia y volvería para la hora de comer. Un instante después se volvió a repetir que no había por qué preocuparse, que lo más probable era que regresara, como otras veces en las que se había ido sin avisarle a su esposa, a la hora de la comida.
Lo que verdaderamente inquietaba a Mónica en ese momento era una sensación diferente, una sensación que la había invadido y acompañado desde que, momentos antes, dejara el antiguo cuarto de su hermana. Por algún motivo que ella no alcanzaba a discernir se veía inundada por una sensación de proximidad, de cercanía de Aimée. ¿Porqué? ¿Porqué sentía que, de alguna manera, su difunta hermana estaba tan cerca ?
Juan se acercó a la oficina de correo. Segundo le había comunicado que una persona había ido a su casa para avisarle que un telegrama estaba esperándolo en el correo. A Juan no le gustaba partir de su casa sin avisarle a Mónica, pero por tratarse de un telegrama pensó que sería urgente y no había tiempo que perder. Además Mónica debía estar en el piso de arriba, por que él la había buscado un poco antes de irse por la cocina y las habitaciones de abajo pero allí no estaba.
Con paso firme y seguro, como era el suyo, avanzó rápidamente hacia aquella oficina. Al instante el señor que se encontraba al frente del establecimiento lo reconoció. Era un antiguo amigo de Don Noel.
- Buenos días, señor Juan! - Buenos días Antonio, ¿cómo le va? Me dijeron que había llegado algo para mí. - Sí señor Juan, un telegrama de su hermano, el señor Andrés, desde Campo Real. Aquí está. - Muchas gracias Antonio, hasta luego. - Adiós Juan, saludos a su esposa.
Juan asintió y un momento después se retiró de aquel lugar. Se encaminó hacia un sitio algo más apartado de las miradas indiscretas de los curiosos, que hasta el momento seguían muy intrigados por seguir las aventuras del que otrora había sido Juan del Diablo y en poco tiempo había pasado a ser Juan de Alcázar y Valle y habíase casado con la que en un primer momento fuera la prometida de su medio hermano. Lo cual había desencadenado una serie de vivencias que muchos aún comentaban sin cansarse de repetir la misma historia una y otra vez a quien estuviera dispuesto a escuchar. Por suerte (más para Mónica que para él ya que a él siempre le habían importado un comino las habladurías y lo que pensara la gente) las aguas ya estaban tranquilizándose después de haber pasado un año de tales acontecimientos, pero siempre quedaba algún chismoso esperando enterarse de algo para correr a comentarlo. Juan no les daría el gusto y por ello decidió apartarse del público expectante.
Sin esperar un momento más, Juan abrió el papel y leyó la nota que su hermano le enviaba:
Vente mañana o pasado. No tardes. Negocio relacionado con hacienda requiere de tu presencia.
Juan releyó el telegrama y volvió a sentirse un poco desconcertado. Si bien las relaciones con Andrés habían acabado de un modo cordial, ésta era la primera vez que su hermano le escribía para hacerlo partícipe de lo que sucedía en Campo Real. Juan nunca había vuelto a saber nada de aquella hacienda hasta este momento. Intrigado por la rara petición de su hermano, comenzó a caminar hacia su casa para comentar con Mónica lo sucedido.
Mónica estaba a punto de decirle a Meche que sirviera la comida porque ya se había hecho un poco tarde, cuando escuchó una puerta que se abría para luego cerrarse.
- ¡Mónica! Ya llegué. ¿Estás ahí? La respuesta por parte de Mónica no se hizo esperar. Se levantó rápidamente de la mesa y fue al encuentro de su marido. Abrazándolo efusivamente le preguntó:
- Juan, mi amor, ¿en dónde estabas? Ya comenzaba a preocuparme - No pasa nada, quédate tranquila. Lo que ocurrió fue que Segundo me dijo que me habían mandado un telegrama y tuve que ir a recogerlo . No quería molestarte y además tenía un poco de prisa por si se trataba de algo urgente, por eso no te avisé que me iba. - ¿Y finalmente era algo grave? - No, creo que no. Pero ven, sentémonos a comer de una vez y te comento lo que dice.
Mónica también se sorprendió bastante al leer el papel que Juan le extendió. ¿Un telegrama de Andrés y pidiéndole a Juan que vaya cuanto antes a Campo Real por cuestiones de trabajo? Que extraño era todo aquello
- ¿Y qué piensas hacer? - Hoy mismo salgo para Campo Real, no puedo fallarle a Andrés la primera vez que me pide un favor, ¿no te parece? - Sí, por supuesto. Me parece el mejor remedio para terminar de enterrar los rencores y comenzar una nueva etapa.
Los pensamientos de Mónica volaron otra vez hacia su hermana. Ahora sentía que ella también había logrado enterrar los rencores para siempre. Sin embargo aún se sentía embargada por ese extraño sentimiento de proximidad de Aimée y seguía sin entender el por qué
- ¿Mónica ? ¡Mónica! - ¿Eh ? ¡Ah! Sí, Juan, dime. -¿En qué estabas pensando? ¿Pasa algo malo? - No, no Juan, quédate tranquilo, no me pasa nada, simplemente pensaba en el mensaje de Andrés. ¿A qué hora partes hacia la hacienda? Me gustaría acompañarte. - Salgo dentro de dos horas, pero no te preocupes, no es necesario que vengas conmigo, no quiero que tengas que encontrarte con tu querida madrina, conque la tenga que soportar yo es suficiente. - Como quieras, pero no te tardes mucho que te extraño demasiado, ya sabes que largas se me hacen tus ausencias. - Claro que lo sé mi pequeña bruja, porque a mí me sucede exactamente lo mismo. Pero estaré aquí rápidamente, te lo prometo.
Pasadas dos horas Juan se dispuso a emprender la marcha hacia la hacienda Campo Real, en realidad, su hacienda, sobre la que tenía tanto derecho como el propio Andrés. Pero esto no le preocupaba. En los momentos en que pensó que había perdido a su Santa Mónica tuvo tiempo de convencerse aún más del poco valor que para él tenían las cosas materiales. Hubiera dado y aún hoy daría todas sus posesiones con tal de quedarse con su mayor tesoro: su dulce esposa.
Sin esperar un minuto más, Juan se despidió de Mónica, en presencia del Tuerto, de Segundo y de Meche, con un ardiente beso, uno de esos besos que hasta el día de hoy seguían provocándole algunos rubores. Luego la abrazó tiernamente y le recomendó que se cuidara. Asimismo, como acostumbraba hacer cuando salía aunque no fuera más que por unas horas, también recomendó a sus amigos velar por Mónica. Esto inquietaba mucho a Mónica que se sentía algo asfixiada por la persecuta que montaban aquellos hombres, y todo porque sabían, o, mejor dicho, no querían imaginarse, lo que podría sucederle a sus personas si llegara a pasarle algo a ella
Después de un largo viaje, Juan comenzaba a divisar a lo lejos la gran hacienda que heredara de su padre. El paisaje era precioso, plagado de árboles y flores que invitaban a detenerse a descansar por un momento. Pero Juan no tenía tiempo para eso. Quería llegar lo antes posible y ya había oscurecido bastante. Además Campo Real ya estaba muy cerca.
Unos momentos más tarde se encontraba en la puerta de la hacienda. Hacía tanto que no iba por allí que ya se había olvidado de lo bonita que era, sobre todo en esta época del año con los brotes de las flores. Se apeó del caballo y rogó no tener que encontrarse demasiadas veces con Doña Sofía, aunque conociéndola bien seguramente inventaría mil excusas para evitar su presencia. - Mejor así, pensó Juan. Sin embargo lo que más lo entusiasmaba ahora era enterarse de una vez por todas de los planes de su hermano. Y parecía que sus deseos iban a cumplirse, porque allí en la distancia asomaba la figura de Andrés que gesticulaba en forma de saludo de bienvenida.
- Doña Sofía le manda a decir que la disculpe joven, pero no se siente nada bien. Es que tiene una jaqueca muy fuerte y - Gracias por avisarme. Ahora, por favor, ve a ordenar que nos sirvan la cena, ya estamos listos. - Sí joven, enseguida.
Juan y Andrés se encontraban sentados en el comedor de Campo Real, frente a esa amplia mesa rectangular elaborada de la mejor madera, en donde alguna vez en un pasado no tan lejano, Juan había experimentado una confusión de sentimientos mientras admiraba a las dos hermanas Altamira. Pero ahora todo eso había quedado atrás. Juan dibujó una sonrisa en su mente al escuchar las palabras de la criada. Qué típico de Sofía utilizar aquellos repentinos dolores de cabeza como un chantaje emocional hacia su hijo. Se hacía más que evidente el poco interés que poseía Sofía en verlo a él, pero como el interés era mutuo Juan no puso ninguna objeción a tal falta de cortesía. Sin embargo lo más importante de todo, el motivo por el cual se hallaba enfrente de su medio hermano, era todavía incierto. Y Juan comenzaba a impacientarse
- Te preguntarás cuál es el motivo de tanta urgencia. - Sí, la verdad es que me sorprendió mucho tu mensaje. ¿Estás en problemas? - No exactamente, pero voy a necesitar tu ayuda. Yo sé que estás ocupado con tus propios negocios y que hasta ahora no te he mantenido al tanto de cómo van las cosas en la hacienda, pero necesitaba tiempo, alejarme de todo, especialmente de tí y de Mónica. Ahora las heridas están empezando a sanar y puedo ver las cosas con mayor claridad. Y he decidido que quiero empezar a cambiar las cosas. Quiero que nuestra relación sea algo más estrecha, aunque se que eso llevará tiempo y paciencia. Pero yo estoy dispuesto a intentarlo. Por eso te hice venir, porque creo que tienes derecho a saber sobre este campo que también te pertenece. Y quiero empezar por decirte que las cosas han ido bastante bien últimamente. El problema es que tengo un negocio pendiente entre manos que podría ser sumamente beneficioso para nosotros, pero del cual no puedo hacerme cargo personalmente. - ¿Y quieres que me encargue yo de él? - La verdad es que te estoy pidiendo encarecidamente que lo hagas. ¿Qué me dices? - ¿Respecto a lo de acercarnos un poco o a lo del negocio? - Bueno, a las dos cosas. - Para empezar, yo ya te dije alguna vez que estaba dispuesto a intentarlo. Para mí lo que vivimos fue algo muy doloroso, pero ya no soy el mismo. Con cariño y paciencia Mónica ha logrado despojarme en parte de mis complejos, de mi rencor, de la sed de venganza que antes recorría cada poro de mi cuerpo. Estoy aprendiendo a quererme como soy, y a ver lo positivo de la vida, porque me ha compensado de la manera más increíble todo el sufrimiento vivido: poniendo en mi camino a Mónica. Y con respecto a lo del negocio, necesito que me expliques de que se trata, para saber si está en mi disposición el poder ayudarte. - Por supuesto, enseguida te comento los pormenores. Pero primero cenemos, me gustaría que en este rato no habláramos de negocios sino de cosas más placenteras como la familia. Cuéntame como está mi prima Mónica
Con evidente tensión en un principio que luego fue diluyéndose poco a poco hasta dar paso a una cordial y respetuosa cena, Andrés y Juan terminaron de comer y se dispusieron a proseguir su charla en el despacho. Ahora sí habría que dedicar el tiempo exclusivamente a los negocios.
- Se trata de unas exportaciones, comentó repentinamente Andrés. - ¿La hacienda va a exportar su cosecha a otro país? - Sí, o por lo menos es lo que tengo planeado hacer. Pero es algo que lleva tiempo y, sobre todo, disponibilidad para viajar. Yo no puedo ausentarme demasiado tiempo, ya sabes, mi madre se queja cada vez más de sus dolores, y no me atrevo a dejarla sola
A Juan se le ocurrió pensar que Andrés, después de todo, seguía siendo el mismo chiquillo de siempre que se dejaba extorsionar por su madre. ¿Maduraría alguna vez? Dejando estos pensamientos de lado se aventuró a preguntar:
- ¿Y para qué exactamente habría que viajar? - Necesito mantener un contacto personal con esa gente, hacerles ver la clase de productos que podemos ofrecerles, llevarles muestras, etc. Pero eso no puedo hacerlo a la distancia, ellos ya me enviaron una notificación en donde me decían que estaban muy interesados en nosotros, solamente están esperando una confirmación de que vamos a ir. Bueno, tu me entiendes, al cabo que tu estás acostumbrado a esto ya que te dedicas al comercio. -Sí, es verdad. Y creo que podría ayudarte. De hecho voy a hacerlo. Pero dime de una vez de qué lugar se trata. - Ese es el problema, es un país bastante lejano. Se trata de Francia. Más concretamente de su capital, París. Y hay que estar allí en un mes y medio, así que de aquí tendrías que ir saliendo aproximadamente en quince días. - ¿¿¿FRANCIA??? Pero está demasiado lejos, a Mónica no le va a gustar nada la idea, se queja de mis viajes y eso que suelen durar una semana como mucho Bueno, está bien. Te di mi palabra de que te ayudaría y eso es lo que voy a hacer. - Gracias Juan, de veras te lo agradezco. Es que me gustaría quedar bien con ellos. Verás, conocí al dueño de la empresa durante mi viaje a España, él estaba pasando allí unos días pero su residencia habitual está en París. Pero bueno, ahora ven, te voy a mostrar todo lo pertinente a este negocio. Tengo que ponerte al día de muchas cosas.
Esa noche Juan decidió quedarse a dormir en la hacienda. No estaba todavía preparado para enfrentar la reacción de su esposa cuando se enterara de los últimos acontecimientos. Entre el viaje de ida, el de vuelta, y el tiempo que tendría que quedarse allí, no podría volver antes de los tres meses. Y él tampoco se encontraba seguro de cómo podría sobrevivir tanto tiempo alejado de ella. No, por más vueltas que le daba en su cabeza no sabía cómo le había dicho que sí a Andrés. Lo que sucedía era que no podía negarle un favor a su hermano cuando era la primera vez que éste le pedía algo. Simplemente tuvo que tragarse su carácter que le gritaba que mandara esa proposición al mismísimo demonio y aceptar las consecuencias de la misma.
Mientras estos pensamientos se arremolinaban en su cabeza, Juan tuvo una idea que cambiaría todo. Por supuesto,¿cómo no se le había ocurrido antes? ¡Le pediría a Mónica que lo acompañara en la travesía! Ya que hasta ahora no habían tenido tiempo de hacer un viaje juntos, ni siquiera habían podido disfrutar de una luna de miel, esta era la excusa perfecta para poder hacerlo. Sí, mañana mismo viajaría de regreso a San Pedro para contarle a Mónica y poder comenzar con los preparativos del viaje
- ¿QUÉ? ¿Que nos vayamos a Francia? Pero la casa - La casa va a estar bien, todo va estar bien durante nuestra ausencia. Vamos a dejar a Meche y al Tuerto encargados de eso. Además te necesito conmigo: tu sabes un poco de francés ya que has sido educada como una dama digna y respetable. Y creo que esto ya te lo dije alguna vez - Sí, y sabes que me enoja porque hace mucho tiempo que aprendí a desprenderme de la mayoría de mis prejuicios. Y gracias a tí, que me hiciste ver otra realidad, una realidad dolorosa que lamentablemente muchos en este mundo morirán sin haberla conocido. - A los ricos no les importa lo que suceda a su alrededor mientras ellos puedan continuar con su nivel de vida. Explotan a sus subordinados, pisan las cabezas de quienes se interpongan en su camino y hacen de la hipocresía su principal ideología. - Sí, ahora estoy empezando a darme cuenta de esas cosas. Pero antes era tan ingenua De todos modos aún quedan seres humanos nobles, buenos, y nosotros conocemos a bastantes de ellos, en definiti - Entonces, ¿aceptas? Disculpa si te he cortado tan bruscamente, pero tu respuesta no puede esperar. Otro día seguimos platicando de este tema. Ahora necesito que me contestes, el viaje es inminente. - Mmm a ver entre quedarme en casa y no verte por tres meses o estar contigo en París aunque tengas que trabajar creo que prefiero quedarme en casa. Sí, definitivamente el hogar pudo más.
El tono jocoso de Mónica no dejó lugar a dudas y pronto los dos rompieron en una sonora carcajada. Juan abrazó a Mónica dulcemente prometiéndole que había tomado la mejor decisión y que el viaje sería para ambos inolvidable. Y no se imaginaba Juan en ese momento cuán inolvidable sería verdaderamente. En tres meses y a gran distancia de casa podían ocurrir tantas cosas
Quince días después
El sol resplandecía en San Pedro. El calor comenzaba ya a ser agobiante, y con todos los preparativos que Mónica había hecho, se sentía realmente agotada. Juan en un primer momento había pensado en realizar el viaje en el Santa Mónica, pero descartó pronto esa posibilidad porque era un tanto peligroso utilizarlo para un viaje tan largo y estando en compañía de Mónica no quería correr ningún tipo de riesgo. Por ello finalmente decidieron embarcarse en una de las compañías navieras que gozaban de mayor prestigio en viajes con destino a Francia.
Doña Catalina decidió ir a despedir a su hija al muelle, a pesar de que no le gustaba la idea de que Mónica estuviera tanto tiempo alejada. Catalina tenía esa exasperante costumbre de siempre preocuparse por todo. Nunca nada estaba del todo bien, ella se encargaba de encontrarle peros a cualquier situación. En el puerto también se hallaban varios de los amigos de Juan: Serafín, Segundo, el Tuerto, Joaquín y Azucena. Meche también participaba de la despedida. Y, por supuesto, una de las personas más queridas tanto de Mónica como de Juan: Don Noel, que se encontraba allí con sus recientemente halladas esposa e hija. Todavía le costaba creer que la vida lo hubiera recompensado de esa manera, aunque la verdad era que ya hacía bastante que se había hecho a la idea y estaba muy complacido con ella. Marcelo habíase despedido del matrimonio la noche anterior disculpándose por no poder asistir al muelle ya que su trabajo como juez se lo impedía.
Cuando los esposos estaban casi por abordar el barco un saludo inesperado los dejó asombrados. Andrés Alcázar y Valle en persona se había presentado para brindarles una cordial despedida. Tanto Juan como Mónica se despidieron de él amablemente y Andrés reiteró las gracias a Juan por el favor que le estaba haciendo.
El alboroto finalmente había quedado atrás. Juan y Mónica se hallaban en su camarote y mantenían una charla con respecto a la suerte que ambos tenían por ser tan queridos y que eso se notaba en la cantidad de gente que había venido a verlos partir. La conversación llegada a ese punto derivó en Andrés.
- Parece que realmente está haciendo el esfuerzo por olvidar el pasado y seguir adelante con su vida, ¿no?, exclamó Mónica. - Sí, yo ya te había dicho que en la hacienda lo había notado muy sincero. Pero bueno, dime, ¿estás contenta?
Mónica se levantó lentamente de su silla y se sentó en el regazo de Juan abrazándolo por el cuello. Luego murmuró
- Mucho, soy muy feliz. Gracias por haber tenido esta idea. - De nada, pero creo que teniéndote de esta manera, tan cerca, tan sensual, se me ocurren muchas otras ideas que poco tienen que ver con esa idea de viajar - Mmm pues a mí no me molestaría para nada que pusieras en práctica esas ideas
Sin esperar un segundo más Juan asió a Mónica de la cintura y la levantó bruscamente. Pero ella de repente se agarró la cabeza y Juan le preguntó que qué le pasaba. Mónica le contestó que hasta ahora se había sentido un poco rara pero que en el momento en que él la levantó se sintió completamente mareada. Quizás sufría de mareos en los barcos, aunque esperaba que no fuera eso, porque unos veinte días de ida y otros veinte de vuelta con ese revoltijo en el estómago iba a ser horrible. Lamentablemente, los mareos persistieron y muchas veces acompañados de vómitos que hicieron que perdiera unos tres kilos y que ella se viera hecha una piltrafa por más que Juan insistiera en que seguía siendo la mujer más bonita de todas.
- Faltan sólo dos días para que lleguemos a Francia, Juan, ¿cómo vamos a hacer una vez que estemos ahí? - No te preocupes mi vida, me olvidé de comentarte lo que arregló Andrés. Me dijo que una muchacha de la cual él se hizo amigo mientras estudiaba en Francia y a la que conoció en una fiesta de sociedad, nos vendrá a recoger. La reconoceremos porque ha decidido vestir de rosa y llevar una rosa en su mano. - ¿Y ella es francesa? - No, según lo que me comentó, es mexicana. Ese hecho los sorprendió a ambos y a partir de ahí entablaron enseguida amistad. Andrés me dijo que muy amablemente se ofreció a acompañarnos hasta París, en donde ella vive y a hacernos de guía. - Ahhh bueno, si las cosas son así - ¿Porqué presiento en tu tono que la idea no te agrada demasiado? - No, no, no es eso, de verdad, está todo bien.
El momento de arribar al puerto al fin había llegado. Mónica no veía la hora de poner un pie en tierra y terminar con el tormento provocado por los malditos mareos. Se sentía un tanto débil y sus pensamientos estaban enfocados en bajar rápidamente de aquél barco.
Pero estos pensamientos se borraron de su mente de manera brusca. En ese instante Juan se unió a su esposa indicándole al maletero que aguardara allí con las pertenencias que habían bajado del barco. Y a los dos al mismo tiempo se les cortó el aliento. Paralizados, helados sin poder articular palabra, se quedaron mirando a aquella mujer que vestía de rosa y sostenía con una sonrisa en la boca una rosa. Al ver que aquellas personas la miraban con tanto interés se acercó preguntándoles:
- Perdón, ¿son ustedes los señores Alcázar y Valle? - Sssí sí, alcanzó a balbucear Mónica.
Pero aún se encontraba demasiado turbada como para proseguir aquella conversación. Y es que no podía creer lo que sus ojos le mostraban: aquella mujer evocaba una imagen que ella no hacía tanto tiempo había recordado intensamente: la de su hermana. Sí, era muy parecida a Aimée, demasiado parecida. Tenía sus mismos ojos, su misma boca, aunque el cabello era diferente y de un tono castaño oscuro. Pero en su conjunto podía pasar perfectamente por un familiar cercano de Aimée. ¿Qué clase de broma le estaba jugando el destino ?
- ¿Sucede algo? - No, no, en absoluto mucho gusto. Soy Mónica de Alcázar. Le agradezco todas las molestias que se está tomando. - Ni lo mencione, para mí es un verdadero placer el poder hacer algo por Andrés, él y yo habíamos forjado una amistad tan bonita hay momentos en los que todavía lo extraño mucho. ¡Oh!, perdón, que torpe, si ni siquiera me he presentado debidamente. Soy Georgina, Georgina Ribas.
Juan se había mantenido algo relegado, a unos diez o doce pasos del sitio en que se encontraban las dos mujeres. Al cabo de unos segundos Georgina, que hasta el momento se hallaba conversando con Mónica distraída, reparó en una figura masculina que instantáneamente captó su atención. Era un hombre formidable, cautivante. Lo que lo hacía verse especial era ese porte tan extraño que poseía, una mezcla de rebeldía, arrogancia, belleza, y una apariencia de caballero que a juzgar por aquella mirada tan penetrante y directa se adivinaba que en realidad no lo era. Ningún caballero que se preciara de serlo mostraría una actitud tan atrevida.
Como sus ojos seguían calvados en ella, Georgina decidió dedicarle una esplendorosa sonrisa. El comenzó a acercarse poco a poco y Georgina sintió que un nudo se le formaba en el estómago por culpa de sentimientos como sorpresa, emoción y vergüenza. Este último se le acrecentó considerablemente cuando, como sacada violentamente del trance que estaba viviendo, escuchó la voz de Mónica que le decía:
- Georgina, le presento a mi esposo, Juan Alcázar. Juan, la señorita es Georgina Ribas, la amiga de Andrés. - Encantado, un placer conocerla finalmente. - El placer es mío, sin dudas, y por favor, les voy a pedir que a partir de ahora me tuteen, y yo haré lo mismo con ustedes si no lo consideran como un atrevimiento de mi parte. Si es así sabré comprender. - No, por supuesto que no lo consideramos de esa forma, respondió Mónica. Aunque esta vez con un tono que dejaba traslucir una pequeña muestra de disgusto, solo que eso no podría asegurarlo nadie que no la conociera lo suficiente, ya que sus modales y la forma de expresarse eran, como de costumbre en una verdadera dama, muy correctos.
Pero para ser honestos, Mónica sí se encontraba algo molesta. Aún no sabía bien con quién o con qué, pero se sentía francamente disgustada. Quizás un poco con la vida, por estar jugándole esta mala pasada. ¿Porqué se hallaba frente a una persona que físicamente era muy similar a su difunta hermana y, lo que era peor aún, se había sentido de forma evidente, atraída por su marido? Lo había mirado de una manera tan impropia. Y no era que Mónica no estuviera acostumbrada a la reacción que Juan provocaba en las personas, sobre todo en las de sexo femenino, cuando lo conocían por primera vez, pero esto era demasiado. A decir verdad, no se sentía con más fuerzas para luchar. Quería permanecer tranquila y disfrutar de este viaje sin tener que preocuparse por nada, y menos por que alguien que iba a estar en todo momento acompañándolos había puesto ya sus ojos en su marido. Consideraba que ya había tenido su gran dosis de sufrimiento, y que simplemente esto que le estaba sucediendo era injusto. Demasiado injusto.
Georgina ya había dispuesto los carruajes que los llevarían a Juan y a Mónica hasta el hotel parisino y, a ella, hasta su casa. Vivía sola, únicamente con su criada. Ello no era muy común en señoritas de buena familia ya que estaba muy mal visto. Pero en el antiguo continente y sobre todo en París, las rígidas reglas que eran impuestas por las sociedades poco a poco habíanse hecho más laxas, y Georgina luego de varios gritos, enfados y desconocimiento de su persona por parte de muchos de los integrantes de su respetada familia, había logrado ser una mujer independiente. Esto la complacía inmensamente, pues con su carácter rebelde por naturaleza, no estaba dispuesta a seguir acatando las órdenes de los hombres de la casa. Se había hastiado de esos sermones sin sentido que solían ensartarle su padre y sus hermanos sólo porque ella era mujer, mientras que ella no podía recriminarles su conducta libertina porque el sexo masculino podía otorgarse las libertades que le parecieran simplemente por haber nacido con esa condición. La mejor decisión que jamás hubiera podido tomar sin duda alguna fue la de lanzarse a la aventura de vivir bajo sus propias reglas. Tenía que reconocer que en un principio estaba algo asustada y las cosas no habían sido nada fáciles, pero en estos momentos disfrutaba de un período de estabilidad y era feliz. Lo único a lo que se resistía tenazmente era a empezar una relación amorosa estable con un hombre. No estaba dispuesta a renunciar a sus libertades y tener que recluirse en su casa a cuidar de su familia. Lo cierto era que esta mañana se había sentido transportada. Este hombre que ahora se encontraba sentado justo delante de ella y al lado de su esposa, tenía una mirada hipnótica, cargada de magnetismo y sensualidad. Además su aspecto tan varonil y desenfadado lo hacían verse como un
- ¿Entonces Andrés y tu eran muy amigos? - ¿Perdón? Ah Andrés y yo... sí, sí, muy amigos. Por segunda vez se vio interrumpida abruptamente de sus pensamientos por aquella mujer. - ¿ Y cómo se conocieron exactamente?, preguntó Juan. Tengo entendido por lo poco que me platicó Andrés que fue en alguna fiesta o algo así. - Sí, así es. Fue en un baile que organizó la familia Dupuis-Wilson con motivo de la presentación en sociedad de su hija menor. - ¿ Y tu dónde vives? ¿Con tu familia? ¿Estas casada?, volvió a preguntar con insistencia.
Si antes había apenas adivinado que este hombre tenía poco de caballero, esto acababa de confirmarlo. Pero no eran solo las preguntas tan atrevidas que él le lanzaba lo que la inquietaba tanto, sino ese tono amenazador, desconfiado, como si tuvieran algún tipo de recelo hacia ella. ¿Porqué se comportarían de esta manera esos dos individuos? ¿Habría hecho algo que los molestara? ¿Sería que Mónica había notado su interés por Juan? Bueno, ella le había lanzado un par de miradas atrevidas, pero no era para tanto...
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El hotel en el que se hospedarían Juan y Mónica era uno de los más elegantes de la capital francesa. Juan se hallaba un tanto disconforme con el panorama que le esperaba. Le tocaría ejercer de caballero y ser cauteloso con sus formas por el tiempo que durara el viaje. Al fin y al cabo tendría que lidiar con gran parte de la alta sociedad de París y no se podía permitir quedar mal con ellos ya que Andrés no se lo perdonaría, y no era momento de despertar viejas rencillas...
Georgina se despidió del matrimonio y les aseguró que estaría de vuelta al día siguiente para indicar a Juan el camino hacia las oficinas Avignon, la empresa interesada en realizar negocios con Campo Real. Mientras recorría las callejuelas parisinas un par de ojos verde fuego se le cruzaron en la mente y esbozó una sonrisa. Vaya, pensó, que hombre tan fascinante...
Juan cerró la puerta de la habitación del hotel tras de sí, observó la carita de Mónica y tras una breve pausa finalmente preguntó:
- ¿Es que el destino se ensaña con nosotros, Mónica? - No lo sé, pero tengo mucho miedo Juan, ¿qué tal si esta mujer quiere separarnos? No quiero seguir sufriendo, ya no puedo más. Juan se acercó a Mónica y la abrazó dulcemente. - Shhh..., tranquila. Nada de eso va a pasar, no lo vamos a permitir. - ¿Pero viste cómo te miró? Esto no me gusta nada Juan, nada. ¿Y por qué Andrés no nos lo advirtió? ¿Lo habrá hecho a propósito? Ay no, no quiero ni pensarlo. - Yo tampoco lo creo, hace ya mucho que no la ve y lo más probable es que no recuerde su aspecto con exactitud. Pero no te preocupes Mónica, todo va a estar bien. A mí tampoco me gusta esta situación, pero a la muchacha casi ni la conocemos. Está bien, podrá ser algo atrevida, pero es mejor que esperemos un tiempo. Eso sí, te aseguro que si intenta pasarse de la raya no me va a importar si es amiga de Andrés o del mismísimo demonio, le diré sin pudor que preferimos prescindir de su compañía. - Está bien Juan, como tu digas. - ¿Quieres que bajemos a cenar o todavía estás muy mareada por el viaje? - No, la verdad es que me siento bastante mejor. El aire me ha quitado un poco ese horrible malestar. Vayamos a cenar.
El matrimonio Alcázar cenó tranquilamente en una mesita algo apartada en aquél gran salón. Sin embargo sus rostros expresaban otra cosa, estaban sombríos, y cualquiera que los viera se daría cuenta de que los inundaba una gran preocupación...
- Alcázar y Valle... oui, un moment sil vous plait. - Merci beaucoup.
El conserje mandó a uno de los muchachos a que avisaran a los Alcázar que tenían visitas. Georgina se había levantado temprano esa mañana, aunque todavía se sentía algo cansada por el viaje del día anterior. Ahora eran exactamente las ocho en punto. Llegarían bien ya que la cita de Juan estaba prevista para las nueve de la mañana. No más de cinco minutos transcurrieron cuando Georgina divisó por la escalera las figuras de los jóvenes esposos.
- Buenos días y perdón por el retraso, profirió Mónica. - Buenos días y no te preocupes, yo nunca me aburro, ya me empezarás a conocer. Bueno vámonos de una vez.
Al ver que Mónica avanzaba decidida, Georgina se quedó un momento paralizada y luego agregó:
- Pero... ¿cómo? ¿tu también vienes? La respuesta no se hizo esperar. - Por supuesto que viene. Es mi esposa y va conmigo adonde yo vaya.
Georgina no pudo más que bajar la vista y la cabeza ante ese tono tan brusco. Era evidente que se había tomado a mal el comentario. No podía creer lo que le estaba sucediendo. Ella que siempre destacaba por introducir en las conversaciones un toque humorístico, lo único que conseguía con éstos cada vez que cruzaba dos palabras era enfadarlos.
- Perdón, lo que sucede es que me pareció extraño, tu sabes, una mujer a una reunión de negocios... bueno, no es lo que se estila..., ¿me entienden? - Nosotros no hacemos todo lo que se estila, pero tranquila, que ya empezarás a conocernos.
Esto fue dicho con un inequívoco tinte irónico, en relación a lo que Georgina le había expresado a Mónica un momento antes. Otra vez molestos, pensó Georgina. Pero esto ya empezaba a preocuparle. Para ser sinceros, se veían un tanto maleducados... Claro que con esos ojos... ¿quién podría pensar en modales? Eso era algo insignificante...
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Los tres bajaron del carro frente a un edificio de dos plantas en cuyo frente se leía el letrero AVIGNON. El barrio en el que se encontraba era de los mejores, muy lujoso y rodeado de verde. El ambiente era tranquilo y todavía corría una brisa matinal. Juan y Mónica se adelantaron unos pasos y comenzaron a recorrer la poca distancia que los separaba de la puerta principal de aquel lugar. Al ver que unos pasos los seguían de cerca Mónica pensó: ¿es que no nos va a dejar ni por un momento? Y lo peor era que no podía pedirle que se retirara, sería de muy mala educación...
El señor Don Raimundo Cerrico Vidal ya estaba esperándolos. Luego de aguardar unos instantes en el recibidor, Juan, Mónica y Georgina fueron presentados ante aquel hombre.
- Usted debe ser Juan Alcázar y Valle, ¿me equivoco? - En absoluto, mucho gusto. Le presento a mi esposa Mónica. - Un placer señora. - Lo mismo digo. - ¿Y la señorita es...?
Juan y Mónica se quedaron dubitativos por un momento. Finalmente Georgina, al ver lo corto de palabras que se habían quedado aquellos decidió presentarse a sí misma:
- Mi nombre es Georgina Ribas, mucho gusto. Soy una antigua amiga de Andrés, hermano del señor Alcázar. Y como él me pidió le hiciera el gran favor de actuar como guía en esta ciudad desconocida para ellos, pues aquí estoy, cumpliendo esa función. - Vaya, que señorita tan conversadora... ¿Eres familia de Faustino, verdad? - Sí, es mi padre. ¿Lo conoce? - Claro, todos los que tenemos orígenes españoles nos conocemos. En cuanto me dijiste tu apellido lo supuse. Pero hace largo tiempo que no veo a tu padre. Tú eras apenas una niñita la última vez que te vi, tendrías unos diez o doce años... Perdón, me estoy desviando de lo principal en este asunto: los negocios. Damas, si me acompañan por aquí les indicaré un salón en donde pueden esperarnos mientras conversamos de algo tan aburrido como son las operaciones financieras.
Mónica hubiese preferido permanecer al lado de su esposo pero no creyó conveniente empezar la visita contrariando las recomendaciones del señor Raimundo. Las dos mujeres fueron conducidas a un pequeño salón y una criada les ofreció muy amablemente una taza de té. En el ambiente se respiraba cierta incomodidad, pero Georgina finalmente rompió el hielo y exclamó:
- Bueno, ¿qué te ha parecido hasta ahora París? - Una ciudad muy bonita. Y muy grande... Lo cierto es que es bastante diferente a la ciudad de México, es decir, la ciudad es también muy grande y cada vez más gente decide fijar su residencia allí, pero es distinta, no sé, París tiene otro tipo de encanto. También la gente es muy amable, muy correcta. Hasta ahora todos se han portado muy bien con nosotros. - Sí, ya ves que los franceses tienen fama de ser muy educados y es por que esa es la realidad. Claro que, entre nosotras, a veces demasiado educados para mi gusto, en algunas situaciones actúan tan acartonados...
Mónica articuló una media risita. Bueno, pensó Georgina, finalmente he podido arrancarle a esta mujer algo parecido a la risa. Pero evidentemente le faltaba mucho camino por recorrer si quería llevarse bien con esta extraña pareja, especialmente con aquél par de ojos verdes masculino.
- ¿Y... cuánto tiempo llevan de casados?, preguntó Georgina en tono despreocupado. - Algo más de dos años. Y tu imagino que estarás comprometida o tendrás algún pretendiente en la mira, ¿o me equivoco? - La verdad es que no, no tengo ni compromisos ni pretendientes, aunque pensándolo bien tampoco es que yo les deje un chance como para que si alguno tiene interés me pretenda. Simplemente no estoy interesada. - Pero, ¿porqué? ¿Y tu familia que opina de esa decisión? ¿Están de acuerdo? - Por supuesto que no, ellos no están de acuerdo con ninguna de mis decisiones, nunca lo han estado. Pero tengo 24 años, soy independiente, y decido por mí misma lo que me conviene. Y el matrimonio es una institución que definitivamente no armoniza con mi forma de vida. Luego de un breve silencio Georgina preguntó a Mónica: ¿Has oído hablar alguna vez de Pauline Roland? -No, nunca. ¿Porqué? - Bueno... - Georgina se acercó un poco más a Mónica y comenzó a hablarle en voz baja -. Verás, es una de las mujeres que está propiciando lo que se conoce como el movimiento feminista... ¿Sabes que se atrevió a hacer pública su renuncia al matrimonio? - ¿¿¿De verdad??? - Sí, y yo la admiro por eso. Además muchas de las feministas alegan que han elegido la libertad antes que el matrimonio. Y yo estoy de acuerdo. La libertad y la independencia para mí son valores demasiado importantes. No estoy dispuesta a renunciar a ellos en aras de un casamiento basado en la obediencia ciega a un hombre. No lo acepto y punto. Al instante Georgina comprendió que quizás había hablado de más y agregó: Perdón, no quise molestarla, es que estos temas me incitan a hablar y se que a veces digo cosas que a la mayoría de las damas las incomoda terriblemente. Además tu vienes del nuevo continente, y allí en México todavía no es muy común que una dama como yo se exprese de esta manera. Te presento mis disculpas. - No tienes que disculparte. Sinceramente me dejas perpleja, pero me agrada que me platiques de estas cosas; como tu bien has dicho en nuestro país hay ciertos temas que están restringidos para las damas y se nos deniega el derecho a la información. Casi no nos enteramos de lo que hacen o piensan algunas mujeres en este lado del mundo. Con la única que he hablado un poco sobre estas cosas es con mi prima Dolores. Ella tiene ideas muy progresistas, ¿sabes? Siempre logra sorprenderme. - Sí, se como son las cosas. Cada vez que viajamos a México mi familia se encarga de repetirme una y otra vez -incluyendo algunas severas amenazas- que mantenga mi boca cerrada y sea prudente con mis comentarios porque podría ofender a las damas. Para mi próximo viaje me podrías dar la dirección de esa prima tuya, suena muy interesante. - Con mucho gusto. Sin embargo, volviendo al primer tema creo que deberías reconsiderar lo del matrimonio. Hay ciertas cosas que valen la pena aunque ello signifique tener que sacrificar un poquito de tu libertad. Además no todos los hombres son
En ese instante la puerta del saloncito se abrió bruscamente y la figura de Juan apareció tras ella advirtiendo a las mujeres de que la reunión había llegado a su fin y que ya podían retirarse. En el camino Mónica pensó que había sido interesante hablar con Georgina. Sin embargo aún no bajaba la guardia con respecto a Juan: ella se mostraba bastante interesada en él y Mónica seguía muy inquieta con esta actitud. De todos modos todavía le quedaban muchas preguntas por hacerle, interrogantes que Mónica no había podido disuadir por la repentina interrupción de su esposo. No importaba, ya habría tiempo para todo aquello
La familia Cerrico Vidal se complace en invitar a los señores Alcázar a la presentación en sociedad de su hija Isabella que tendrán lugar el viernes entrante. Se nos hace imprescindible su grata presencia. Sin otro particular los saluda cordialmente, Raimundo Cerrico Vidal.
Mónica recibió la tarjeta de invitación con algo de sorpresa pero también con entusiasmo. Hacía demasiado tiempo que no formaba parte de algún evento de sociedad. A decir verdad, éstos no habían sido nunca una prioridad en su vida. Aimée era la que gozaba con ese tipo de cosas. Mónica siempre prefirió ser más discreta e intentar pasar desapercibida. Pero en estos momentos se sentía con ganas de disfrutar de una de estas celebraciones, y sobre todo, de conocer las costumbres y los comportamientos de los parisinos. Sí, sería divertido. Como era de esperarse, Juan no se quedó nada conforme con esta repentina invitación, pero no tuvo más remedio que aceptarla, sería muy descortés por su parte que la declinara. Después de lo bien que se había dado aquella primera reunión no era cuestión de ofender al señor Cerrico sólo por que a él le molestara terriblemente el lidiar con la alta sociedad. Por una noche tendría que aguantarlo.
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Raimundo Cerrico Vidal es un hombre de estatura mediana, de unos cuarenta y ocho años de edad. Su cabello es de un color rubio oscuro y sus ojos de un verdoso apagado. Algunas canas empiezan ya a dejarse ver, pero Raimundo mantiene un porte y un estilo que lo hacen ver todavía muy atractivo. Además es un gran hombre de negocios. Las finanzas siempre han sido su fuerte. Sin embargo en el terreno de lo personal las cosas no le han sido nada fáciles.
Es de nacionalidad española, allí vivió gran parte de su vida hasta que decidió trasladarse por asuntos de negocios a Francia. Cuando era muy jovencito, apenas contaba diecinueve años, contrajo matrimonio con María Soledad, una adolescente de tan sólo dieciséis años. Los dos se habían enamorado locamente, con una pasión arrolladora quizás en parte producto de aquella edad. Lo cierto es que la había amado profundamente desde el primer día. Jamás volvió a sentirse así en toda su vida. Al año siguiente de casarse, María Soledad le dio un hijo varón, el primogénito: Christian.
Siguieron años felices, los más dichosos desde que tiene memoria. Pero la salud de María Soledad comenzó a deteriorarse poco a poco. Doce años después del nacimiento de Christian, llegó al hogar una noticia inesperada: otro bebé estaba en camino. Por desgracia ello terminó de agravar la frágil salud de la mujer y ésta falleció apenas tres años después de dar a luz a Isabella, una niña muy bonita pero que sufrió hondamente la falta del cariño materno.
Sonia, el ama de llaves de la familia, intentó siempre en la medida de lo posible suplir ese hueco y la realidad era que tanto Isabella como Christian la querían como a una segunda madre, pero ello no evitó que la niña sintiera una gran tristeza por no haber podido conocer mejor a la mujer que la llevó en el vientre durante nueve largos meses. Además, aunque en reiteradas ocasiones su padre y su hermano le hicieron ver que la salud de María Soledad era ya precaria, ella en su interior seguía sintiéndose un poco culpable por la muerte de su madre, por haber terminado de consumir sus energías.
Don Raimundo pasó momentos muy malos luego del desafortunado suceso. Decidió que lo mejor para él y para su familia sería cambiar de aires. Por ello fue que trasladó sus negocios a Francia, país del que eran oriundos los abuelos maternos de María Soledad. Pero cuando Isabella se hallaba a pocos meses de cumplir los quince años de edad, Raimundo decidió que era hora de buscar una nueva esposa. En poco más de un año Isabella tendría que hacer su debut en sociedad y él no podía encargarse de aquellas cosas. Casi sin proponérselo, conoció a la mujer ideal en un viaje corto que realizó a su tierra natal. Allí también había entablado amistad con Andrés Alcázar, un joven mexicano al cual le propuso algunos negocios.
Lucrecia Villanueva conoció a Raimundo de forma casual. El hombre, a pesar de ser mucho más mayor que ella, que contaba con veinticuatro años, poseía un atractivo especial. Cautivaba en igual medida a hombres y mujeres. Había viajado mucho, era culto y refinado. Por eso no dudó en aceptar su propuesta de matrimonio. A pesar de que ella era muy bonita y poseía una dote considerable, a la edad que tenía ya no podía darse el lujo de andar eligiendo un marido, el tiempo se le había pasado y no quería seguir recordando el por qué...
Se casaron en un mes y sin siquiera avisarles a los hijos de Raimundo. Éste les envió un corto telegrama en el que les platicaba de la buena nueva y de que en poco tiempo volvería a casa con su reciente esposa. A ninguno de los dos les había caído en gracia la noticia, sin embargo creyeron que su padre también merecía algo de felicidad después de tanto tiempo. Pero nunca imaginaron que pudiera haberse casado con una persona tan joven y bonita. La verdad era que había tenido mucha suerte. De todos modos se les había planteado una situación muy difícil: ¿cómo podrían ver a aquella mujer como a una madre cuando la distancia de edades era imperceptible? Isabella era nueve años menor, pero Christian... ¡tenía tres años más!. Definitivamente el papel que más le convenía era el de hermana, no el de madre.
Aún así, intentaron acoplarse a la nueva situación y llevarse con aquella extraña lo mejor posible. Isabella en cierto sentido se sentía contenta ya que Lucrecia sabía mucho sobre modas, fiestas, salones, etc. Era toda una experta y eso la ayudaría mucho a la hora de prepararse para la gran noche de presentación así como para las siguientes fiestas que vinieran. Pero nunca conversaban sobre temas personales, para ese propósito solía dirigirse a Sonia, alguien así como su madre postiza, quien siempre se las arreglaba para proferir el consejo más adecuado.
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- ¿Pero tengo que ser yo? - Sí, me parece lo más correcto, ten en cuenta que no conocen la ciudad, va a ser de noche y son invitados muy especiales. Debemos tratarlos con la mayor de las cortesías, acuérdate que tengo que cerrar un trato muy importante. - Sí, si, siempre los dichosos negocios... - Hijo, no me digas eso, tu sabes que he intentado ocuparme de ustedes lo máximo posible, pero ha sido tan difícil, sin una esposa en quien relegar esas tareas... - Sí, ya lo sé. No te cansas de repetirlo. Está bien, si no tengo otra salida iré yo a recogerlos. - Muchas gracias hijo. ¡Ah!, me olvidaba. He invitado también a una jovencita que va con ellos de acompañante, tendrás que recogerla a ella también. - ¿De acompañante? No entiendo. - Sí, bueno, pasemos al despacho que te cuento bien la historia...
Georgina releía su tarjeta de invitación. Estaba contenta porque vería a Juan Alcázar en una situación diferente; una fiesta era todo un acontecimiento y no dudaba que Juan estaría guapísimo. Además hacía mucho tiempo que no participaba de un evento social ya que con su fama de independiente había ganado que se le denegaran varias invitaciones y le apetecía divertirse un rato. Era una suerte que Don Raimundo hubiese sido un conocido de su padre y por ello la hubiera invitado. Raimundo parecía un hombre muy educado y seguramente vendría él mismo a recogerla luego de haber pasado por el hotel en el que se encontraban los Alcázar. Al menos eso creyó Georgina cuando se detuvo a leer el papelito aparte que contenía el sobre de la tarjeta en el que se le advertía que se la pasaría a recoger y se rogaba puntualidad. Mientras cavilaba sobre todo este asunto del evento y sobre qué vestido podría lucir, recordó que en menos de dos semanas volverían los Montaigne, lo que significaba que tendría mucho menos tiempo disponible para atender como era debido a sus amigos mexicanos. Claro que Juan y Mónica ya estaban algo habituados a París y no necesitaban como antes la compañía que ella les ofrecía.
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El gran día había llegado. Huelga decir lo poco contento que se hallaba Juan llegado este punto. Pero no le quedaba más remedio que aceptar que no había escapatoria posible. Tendrían que asistir al dichoso evento.
A las seis de la tarde el cochero esperaba pacientemente el regreso del joven Christian con los invitados provenientes de México. Se hallaba en la puerta del hotel y se sentía algo acalorado por la humedad que se filtraba en el coche. Christian se anunció en el mostrador y aguardó a que los Alcázar descendieran por las escaleras. La verdad fue que se sorprendió de la juventud del matrimonio, y por qué no decirlo, también de la belleza de aquella dama. Luego de las correspondientes presentaciones y de alguna que otra miradita que no pasó desapercibida para Juan, partieron con destino a la morada de Georgina Ribas.
Nuevamente Christian descendió del carruaje para ejercer de anfitrión y acompañar al coche a la señorita pero esta vez la sorpresa fue aún mayor. Y para ambos.
- ¿Qué haces tu aquí?, preguntó Georgina con una nota de desagrado. - No, no me digas que tengo tanta mala suerte... ¡Qué desgracia!
Juan y Mónica se voltearon a mirarse uno a otro con un gesto en la cara que evidenciaba que no entendían qué rayos estaba pasando...
- Resulta que evito ir a visitar a mi amigo para no tener que encontrarme con ciertas personas y también resulta que mi padre decide invitarlas a la fiesta de presentación de mi hermana. ¡Menuda suerte la mía! - No te creas que para mí es una grata coincidencia querido, me siento tan decepcionada como tu. - P...perdón, ¿sucede algo?, preguntó cautelosa Mónica. Ella y Juan aún se hallaban atónitos ante tal despliegue de indecorosos improperios.
Sólo en ese momento Christian y Georgina recordaron que estaban gritando en el medio de la calle y que dos personas más se hallaban en el carruaje mirándolos de manera extraña y con razón. Lo primero que Georgina pensó fue en cómo se atrevía este idiota a ponerla en ridículo enfrente de los Alcázar y en especial enfrente de Juan, que vaya a saber qué pensaría de ella en estos momentos. Los dos al mismo tiempo sintieron que un hervor recorría sus cuerpos hasta llegar a las mejillas. Se habían olvidado por completo de aquellos individuos. Christian no podía creer que hubiesen presenciado tal falta de descortesía. ¿Qué iban a pensar de él? Realmente no era así, pero esa mujer lo sacaba de sus casillas...
- Eh... verán, este... yo..., balbuceó Christian. - No, por favor, no necesitan darnos ningún tipo de explicación, arguyó Juan. Pero creo que se nos está haciendo algo tarde, ¿no cree? - Sssí, sí, perdón enseguida nos vamos. Sin decir una sola palabra más y con una mueca de disconformidad ayudó a Georgina a subir al carro. Mejor así, no tenía ni una pizca de ganas de comentar nada sobre aquella señorita. En otro momento, cuando se le pasara el enfado, intentaría enmendar las impresiones causadas a los Alcázar por culpa de aquella absurda discusión.
Tan absorta estaba en sus cavilaciones en torno a aquél energúmeno y a la vergüenza que acababa de pasar por su culpa que ni siquiera se había fijado en el traje que llevaba puesto Juan. Ahora que ya estaban llegando al lugar de destino y que los calores pasados habían descendido considerablemente, Georgina se dedicaba a contemplarlo a su antojo. Un suspiro que estuvo a punto de asomar a la superficie, quedó retenido en su pecho. No era cuestión de andar mostrando los sentimientos delante de todos los presentes. Sin embargo la magia que se desprendía de Juan no dejaba de sorprenderla y de encantarle. Dios, pensó, qué hombre, qué porte, qué...
- ¿Cómo has estado estos dos días en los que no nos hemos visto, Georgina? ¿Has hecho algo especial?
Vaya, parecía que lo hiciera a propósito: siempre que Georgina estaba enfrascada en sus pensamientos sobre Juan la voz de Mónica la sacaba de su ensoñación. ¿Sería que aquella mujer poseía un sexto sentido o algo así?
- Mmm.... la verdad es que no, lo de siempre... - ¿Insultar al género masculino, por ejemplo? Al instante Christian se arrepintió del comentario. Sobretodo por que fue un impulso estúpido al que no se había podido resistir y por el que había ganado que un par de ojos lo fulminaran con una mirada asesina y que los restantes ojos lo miraran consternados. Lo único que alcanzó a balbucear de manera torpe fue Perdón, perdón, no volverá a suceder. - Pues si lo que intentabas hacer era elevar al género masculino te aclaro que no lo estás logrando. Tal parece que lo único que haces últimamente es pedir perdón como un tonto. Hace falta mucho más que eso para dignificar a tu sexo, querido. El tono con el que se había expresado Georgina sobretodo en ese último remarque de querido era inequívocamente irónico. Luego de una muy pequeña pausa prosiguió: - Como te decía Mónica, antes de tal desacertada interrupción, la verdad es que no he hecho nada fuera de lo normal. Ayer a la mañana estuve visitando a una amiga que...
Christian ya no escuchaba. Era tal la furia contenida que tuvo que decirse a sí mismo una y otra vez que era un caballero y no se dejaría caer en el juego de esa. Pero no podía evitar sentir que la rabia lo consumía por dentro. Ahora no era el momento de estallar con las visitas enfrente, pero en cuanto pudiera ya lo iba a oír aquella...
Llegaron a la residencia de los Cerrico Vidal apenas unos minutos después. Sonia, el ama de llaves, los recibió amablemente y los condujo al gran salón. La casa de esta familia era preciosa, con un decorado que imitaba al del siglo XVI. Mónica se percató de que los trajes que vestían tanto las damas como los caballeros eran muy fastuosos. Ella se había puesto el mejor vestido que traía pero aún así se veía muy sencilla. La moda parisina era tan opulenta... Lo cierto era que ella y Juan preferían el estilo modesto de San Pedro. Mientras caminaban por el recibidor la figura de Raimundo asomaba por el pasillo. En cuanto se unió al grupo comentó:
- Bienvenidos, es un placer el poder recibirlos en esta casa. - El placer es nuestro, agregó Juan. Nos honra usted con esta invitación. - Pero bueno, si les parece bien dejémonos de tantas formalidades y caminemos al encuentro de mi reciente esposa. Está deseando conocerlos. - Por supuesto, nosotros también lo deseamos, respondió Mónica. - Estoy seguro de que serán grandes amigas, casi tienen la misma edad. Bueno y también tu edad Georgina, evidentemente. Las tres podrán conversar a gusto. No se si se los había comentado pero Lucrecia es mi segunda esposa. Nos casamos hace apenas un año. Yo era viudo, la madre de Isabella y de Christian falleció hace ya muchos años... - Lo siento mucho, se apresuró a responder Mónica. - No, no se preocupe. Con tantos años de ausencia uno termina acostumbrándose... Por cierto, creo que ya conocieron a mi hijo, ¿no? Lo vi de lejos bajando del coche pero luego desapareció. Espero que se haya comportado y que los hubiese tratado bien. Es que tiene un carácter un tanto... ¿cómo podría decirlo...? especial. - La verdad es que se ha comportado muy bien, no tema, agregó Georgina mientras Juan y Mónica la miraban con cara de sorpresa. Es que el padre era tan amable, tan educado, que no podía decepcionarlo admitiendo lo cretino que era su hijo. Lo mejor sería llevar la fiesta en paz.
- Lucrecia, ven que quiero presentarte a los Alcázar y Valle. - Mónica, Juan, les presento a mi esposa, Lucrecia. - Encantada. - Mucho gusto señora. - El placer es mío, mi marido me ha hablado tanto de ustedes... - Esperemos que bien, dijo Juan. - ¡Ay!, que cosas dice, por supuesto que bien, yo diría que muy bien. Pero por favor no se queden allí, pasemos para que pueda acomodarlos y charlar un rato. - Ejem, ejem, querida, no te he presentado a la señorita que tengo aquí a mi lado. Es la acompañante de los Alcázar, ¿recuerdas que te conté la historia y cómo había resultado ser la hija de un viejo amigo mío? - Ah... sí, por supuesto, le ruego me disculpe. Soy Lucrecia de Cerrico Vidal. - Y la dama se apellida Ribas, Georgina Ribas.
¿Georgina Ribas? Lucrecia se quedó meditando por un momento. Ese nombre le era muy familiar... Claro, como no le iba a ser familiar si era la comidilla de París. Se rumoreaba que vivía sola, que era muy atrevida, etc. ¿Cómo se le ocurrió a su marido invitarla precisamente a una fiesta tan importante como esta? Claro, seguramente con lo despistado que era ni se había dado cuenta de quién era esta mujer. Lo más probable era que ni siquiera hubiese escuchado los rumores. En definitiva, ya poco importaba, era demasiado tarde como para retirarle la invitación. Habría que salir de esta situación lo más airosa posible. Y ello demandaba emplear las reglas de cortesía.
- Encantada de conocerla señorita, respondió Lucrecia con un tono neutro del cual se desprendía una gotita de frialdad. Y ahora sí, si me acompañan por favor... Por aquí.
Mónica reía de manera espontánea. Lo cierto era que Lucrecia había resultado una grata compañía. Relataba anécdotas de su vida cotidiana en España y contaba historias muy divertidas. Sin duda alguna era una excelente anfitriona. Sabía cómo entretener a sus invitados. Parecía una mujer muy bondadosa y alegre y sinceramente daba gusto pasar el tiempo con ella. A Mónica también le pareció que Isabella era una señorita muy despierta. Además era muy bonita y conversadora. No tendría problemas para conseguir marido, de eso estaba segura. Sin embargo en sus ojos había un cierto matiz de tristeza y Mónica también percibió eso. Georgina, por otro lado, no se encontraba por la labor de conversar demasiado. A Mónica le extrañó esa actitud ya que Georgina parecía no quedarse sin palabras nunca. Hablaba sin parar. Pero en esta ocasión estaba algo meditabunda y sólo añadía una o dos frases de vez en cuando a la par que ciertas mujeres la miraban de una manera... especial.
Cuando el baile comenzó Mónica se sentó en uno de los silloncitos rojos tapizados de terciopelo y Lucrecia decidió acompañarla. Se encontraban muy a gusto platicando cuando de repente surgió en la conversación el nombre de Georgina:
- ¿Y cómo fue exactamente que la conociste, Mónica? Ay, te puedo tutear, ¿verdad? - Sí, por supuesto. Yo me tomaré el atrevimiento de tutearte también. - Uy, no es ningún atrevimiento, por mí adelante. - Con respecto a Georgina... es una larga historia, ¿quieres oírla? - Pues sí, si quieres contármela yo te escucho.
Luego de haberle aclarado el asunto a Lucrecia, Mónica le devolvió la pregunta con otra que era de esperarse:
- ¿Porqué me lo preguntabas? ¿Sucede algo con ella? - Te has dado cuenta, ¿verdad? - ¿De que la miraban de una forma un tanto extraña? Sí, la verdad es que no era difícil notarlo. - Pues sí, la verdad es que... - ¿Sí? Por favor dímelo de una vez. - Mira, Mónica, yo soy una persona a la que nunca le han gustado los chismes o las habladurías. Pero una se reúne con otras damas y bueno, tampoco puede taparse los oídos, los chismes los escuchas igual... - Sí, claro, te entiendo, a mí a veces me sucede lo mismo. Es inevitable. ¿Es que se rumorea algo sobre Georgina? - Sí, y no sólo algo sino mucho... Acércate para que pueda platicártelo...
Georgina e Isabella Cerrico se hallaban conversando en otro extremo del ampuloso salón. Isabella se encontraba muy excitada y nerviosa por su debut, pero hasta ahora todo estaba saliendo de maravillas. Hasta la habían sacado a bailar dos caballeros que jamás pensó que podrían interesarse en ella. La emoción del momento sumada a la gran curiosidad que sentía la llevaron a cuestionar casi en un susurro:
- ¿Puedo hacerte una pregunta muy... personal? - Por supuesto que sí, no tengas pudor en preguntarme lo que quieras. - ¿No es cierto que todo lo que se dice sobre ti es mentira, que las malas lenguas hablan sólo porque te tienen envidia por lo bonita que eres?
Georgina no pudo contener la risa. Vaya que era directa la mocosita. Lástima que tendría que rechazar tal explicación tan seductora.
- Lamento desilusionarte cariño, pero lo más probable es que todo lo que hayas escuchado de mí sea cierto. De todos modos me siento muy halagada por lo que dices sobre mi belleza. De veras te lo agradezco. - Pero... pero entonces...
Nada más pudo ser agregado. De manera repentina Isabella sintió como unos brazos que ella conocía muy bien la tironearon hacia atrás.
- No te acerques a mi hermana, ¿entendiste? No quiero que le metas ideas raras en la cabeza, le advirtió Christian a Georgina. - Que, ¿tienes miedo que le abra los ojos y vea la clase de patán que tiene por hermano? - ¡Arpía! - ¡Cretino! - ¡Bruja agitadora! - ¡machista recalcitrante!
Christian se alejó de la arpía con los puños cerrados y la mandíbula a punto de estallarle. Solamente volvió a la realidad cuando escuchó la vocecita de su hermana que le decía:
- Christian, por favor, ya suéltame que me haces daño. - Oh, perdón, perdón. Diablos, pensó, otra vez estoy pidiendo perdón por culpa de esa mujer. Ven, vamos a bailar. Mientras giraban por la pista, Christian volvió a la carga: No quiero que estés con esa señorita, ¿sabes? - Pero... Christian, a mí la verdad me cae bien. Es muy simpática y... - Te he dicho que no y punto. Es mi última palabra. - ¡Tu siempre tan prepotente! - No, de verdad, no es que quiera imponer mi voluntad por que sí, lo hago por tu bien, créeme. - ¿Por mi bien? - Sí, no te olvides que es tu fiesta de presentación en sociedad, no puedes dejarte ver con señoritas... como esa. Tu reputación podría resultar dañada por algún malentendido. Y yo no quiero que te expongas a que eso suceda. ¿Está claro? - Está bien, pero no creas que estoy de acuerdo con lo que dices. Sigo afirmando que Georgina me cae bien. - Yo se lo que te digo, Georgina no es una buena compañía, es una influencia negativa para ti y yo sólo quiero lo mejor para mi única hermana. - Sí, como tu digas... añadió Isabella con indiferencia y sin sentirse en lo más mínimo convencida por aquellas palabras.
- ¿Me permite esta pieza noble señora?
Mónica rió deleitada ante tanta caballerosidad por parte de su marido. En verdad se estaba comportando como todo un caballero de sociedad este hombre.
- ¿Cómo podría negarme con esa manera tan cortés de formular la petición, caballero?
Juan y Mónica se hallaban felices danzando el uno en los brazos del otro. Mientras hacían círculos por la pista, Juan decidió acabar con su curiosidad preguntándole a su esposa por Lucrecia:
- ¿Qué tanto hablabas con la mujer de Raimundo, Mónica? - Ay, a ti no se te escapa detalle, ¿eh? - De todo lo que se refiera a ti no, la verdad no se me escapa ni un detalle. - La verdad es que me pareció muy amable. Hablamos de todo un poco pero lo que más me llamó la atención fue lo que me dijo con respecto a Georgina. - ¿Te dijo algo sobre Georgina? - Sí, bueno, más bien me estuvo platicando de los rumores que existen sobre ella. - Mónica, sabes que de esas cosas no puedes fiarte, nuestra familia puede dar gran cuenta de eso... - Sí, por supuesto Juan, sabes que pienso como tu, y a Lucrecia tampoco le gustan los chismes, pero consideró oportuno advertirme... - Te escucho, ¿advertirte de qué? - Bueno, todo el mundo sabe que vive sola. Lucrecia me dijo que es una desvergonzada y que tiene fama de... - ¿De...? - De... mala mujer. - Ay, Mónica, ¿pudores conmigo? Parece mentira después de tanto tiempo... - Juan, lo que pasa es que me da vergüenza hablar tan mal de una persona que conocemos y vemos a diario... - Bueno, bueno, está bien. ¿Y qué más te dijo que no sepamos? Quiero decir, nosotros ya nos habíamos dado cuenta que era una atrevida... - Mmm... sí, pero me recomendó que tuviera mucho cuidado. Dice que tiene fama de haber roto muchos corazones y de haber robado algunos maridos. Con lo cual ratificamos el miedo que tuvimos en un primer momento cuando comentamos nuestras sensaciones sobre ella... - Mónica... por favor no empecemos con eso otra vez... Te juro que ya nada ni nadie nos va a separar. Además ella no ha hecho nada. Está bien, me mira de manera inadecuada, pero nada más. Mira, yo te vuelvo a prometer como aquella vez cuando lo hablamos, que ante la mínima insinuación por su parte me deshago de ella. ¿O acaso dudas de mí? - Ay por supuesto que no Juan, claro que confío en ti. Y creo que... que tienes razón, no debemos adelantarnos a los acontecimientos. - Entonces déjalo en mis manos que voy a saber cómo manejar la situación, ¿está bien? - Sí mi amor. Ya no hablemos más de eso. Disfrutemos lo que queda del baile.
Christian e Isabella continuaban bailando cuando éste vio a lo lejos que el matrimonio Alcázar también se había lanzado a la pista de baile. Como la canción estaba terminando y el cambio de parejas era inminente decidió acercarse.
- ¿Me haría el honor de dejarme bailar esta pieza con su esposa? - Eh... claro, sí. Pero solo una, ¿eh? - ¡Ja!, sí, le prometo que será solo una.
Juan tomó en sus brazos a Isabella y continuó bailando con ella. - Tu deberías estar bailando con tus pretendientes, ¿no? - Mmm... sí, la verdad que sí. Pero no se preocupe que ya he estado en la pista con varios, por que baile una vez con usted no pasa nada. Además... - ¿Además qué? - Bueno... es que... digamos que en estos momentos soy la envidia de varias mujeres...
Juan no lo podía creer. ¿Sería que todas las muchachitas francesas eran así de atrevidas? Bueno, al menos las que él conocía lo eran... De todos modos rió con gusto del comentario. Instantáneamente tal acotación hizo que se le viniera a la cabeza Georgina y miró en dirección a donde estaba parada. Efectivamente, ella se hallaba con sus ojos puestos en él, más bien clavados en él. Juan sonrió nuevamente aunque esta vez para sus adentros hasta que en sus ojos se reflejó la imagen de Mónica con el hijo de Raimundo. La rabia comenzó a hacer mella en su corazón salvaje. ¿Qué se había creído aquél hombre? ¿Cómo se atrevía a apretar a su mujer de esa manera? Ya mismo iría a reclamarle... o no. Mmm... claro que no, se le había ocurrido una idea mucho mejor. La venganza perfecta...
- Ese muchachito me parece que está muy interesado en ti... - ¿Quién? Ah... Jean Paul... sí, no sé, puede que tenga razón. - ¿Qué te parece si nos retiramos disimuladamente y te dejo cerca para que pueda bailar contigo? - Eh... bueno, como usted quiera.
Una vez que Juan había dejado a Isabella en buena compañía, enfiló hacia el lugar en el que estaba Georgina. Ella lo vio venir y de repente sintió que le faltaba un poco el aire. Otra vez se estaba poniendo nerviosa. Pero aún más cuando Juan le preguntó:
- ¿Quieres bailar conmigo? - Pero... ¿Mónica no se enfadará? - No, tranquila, ella también está bailando. - Bueno, siendo así...
Georgina tuvo que pellizcarse para corroborar que aquello no era un sueño. Se sentía como en las nubes... Mónica, por su parte, no podía creer que después de lo que habían hablado con Juan, él le hubiese avivado las esperanzas a Georgina invitándola a bailar. Lo más probable era que el muy tonto estuviera celoso por que ella bailaba con Christian, pero de todos modos lo que estaba haciendo no tenía justificación...
En cuanto notó que la pieza llegaba a su fin, Juan se acercó con toda tranquilidad a Mónica. La hora de la revancha se había aproximado...
- Caballero, creo que su turno acaba de concluir...
Christian estaba de espaldas a Juan pero cuando oyó su voz se quedó helado. ¿Es que el muy infeliz se había tomado al pie de la letra la promesa de que sólo bailaría con Mónica una pieza? Todo indicaba que así era... Cuando se dio vuelta para devolvérsela a su marido, se quedó consternado. ¡El muy ladino le estaba ofreciendo la mano de Georgina! Y la mueca de sorna que asomaba de sus labios no dejaba lugar a dudas, ¡se lo estaba haciendo a propósito! Mientras la indignación recorría su cuerpo no tuvo más remedio que agarrar la mano de aquella mujer y comenzar a bailar.
- ¿Qué...? ¿Qué fue todo eso?, preguntó Mónica. - Solamente mi manera de decirle a ese cretino que se estaba pasando con mi mujer... - Pero Juan, estás loco... Mónica agregó esto con una sonrisa en sus labios. Su Juan seguía siendo el mismo salvaje de siempre... y a ella no le molestaba en lo absoluto...
- No digas nada, ¿me entendiste? - A mí no me callas y además me encuentro tan iracunda o más de lo que tú lo estás. ¿O piensas que para mí es agradable bailar con un patán como tu?
Los colores de Christian subieron rápidamente de tono. ¿Cómo se atrevía a insultarlo de esa manera...? Decidió que lo mejor era hacer caso omiso de tal comentario e intentar aguantar estoicamente hasta que se terminara el dichoso baile. Cosa que se le antojó difícil, más bien imposible, luego de escuchar la siguiente acotación:
- ¿Qué, finalmente el señor se queda sin palabras y acepta que perdió frente a una dama? - Yo no perdí nada. Más bien la que perdió fuiste tu... pero la decencia.
Ja, ahora se sentía satisfecho. Seguro que esta vez había logrado herirla. Se lo merecía por descarada. Pero la sorpresa fue que en vez de ensartarle una bofetada o morirse de la rabia, se había echado a reír. ¿En dónde estaba la gracia de aquél comentario, maldita sea? Pero lo único que se limitó a decir Georgina fue:
- ¿Eso es lo máximo que tienes para decirme? Te aviso que necesitarás mucho más que eso para lograr ofenderme..., querido. Y siguió bailando divertida.
Christian se encolerizó pero no agregó nada más. Ella no se había enojado. Sin embargo cuando discutieron frente a los Alcázar se había sentido muy avergonzada... lo cual significaba que la única manera de que se mortificara era cuando alguien más estaba presente... O quizás solamente cuando una persona estaba presente. ¿Juan Alcázar quizás? Mmm... eso habría que comprobarlo... y si resultaba ser cierto mataría dos pájaros de un tiro: se podría desquitar tanto de Georgina como de Juan por lo que le había hecho algunos momentos atrás...
- ¿Cómo se te ocurrió invitarla?, cuestionó Lucrecia. - ¿De qué hablas? ¿A quién? - A la mujer esa... la tal Georgina. - Mira, si lo dices por los chismes que se corren por ahí no... - ¡Ah!, entonces los habías escuchado y no te importó. - Sí, estaba enterado. Y ya te dije por qué la invité: por un lado por que está acompañando a los Alcázar y por otro por que es hija de un amigo al que hace mucho tiempo que no veo. - Sí, pero que yo sepa ese amigo no esta aquí. Ella vino sola. SO-LA, ¿entiendes? Ninguna señorita decente lo hace. - Ella vino sola porque vive sola. Y perdón pero, ¿acaso olvidas como nos conocimos nosotros? - Raimundo, no me cambies de tema, estamos hablando de ella, no de mí. Además lo mío fue provisional, hasta que se solucionaran los problemas en mi casa. - ¿Y porqué tanto interés en esa señorita? ¿Se ha convertido en algo personal? - Nnno... no, claro que no. Te lo digo por el bien de tu hija, no quiero que se le arruine este día... - Te lo agradezco, pero Isabella lo está haciendo muy bien, ¿no te parece? Y en eso sí que tengo que admitir que el mérito es todo tuyo, has sabido organizar este evento de maravilla...
Juan, Mónica y Georgina se hallaban en el carruaje que los llevaría de vuelta a sus hogares. Esta vez Raimundo en persona los acompañaría y luego se volvería. El hombre había intentado localizar a su hijo para que éste volviera a ejercer de buen anfitrión pero Christian había desaparecido de forma misteriosa, no había podido ubicarlo por ninguna parte. ¿Dónde se habría metido ese chico y por qué se esfumaba tanto esta noche?
- ¿Te divertiste Mónica?
Juan y Mónica habían llegado al hotel y él se estaba quitando la chaqueta del traje cuando comenzó a charlar con su esposa.
- Sí, mucho, la verdad que sí. - Mientras no haya sido cuando bailabas con ése... - Juaaaan... - ¡Era una broma!, no te enojes. - Pero bien que te desquitaste, hacerlo bailar con Georgina cuando es evidente que no se llevan nada bien... - ¡Se lo tenía merecido! ¿Acaso no viste cómo te agarraba? Pero te juro que la cara que puso cuando se dio vuelta y vio a Georgina valió la pena... ¡Cómo hubiese soltado una carcajada con gusto! Te aseguro que tuve que contenerme... - ¡Pero Juan!, ¡Qué malo eres...! Bueno, tengo que admitir que la situación fue bastante cómica, pero sigo insistiendo en que te pasaste un poco. Y hablando de este tema... ¿Porqué se tratarán así esos dos? Se decían cosas horribles. Y tan caballero que parecía Christian... - Bah, de caballero no tiene mucho, no vaciló demasiado en sacar a bailar a una mujer casada... Pero en fin, la verdad es que no tengo ni idea de lo que sucede entre ellos, pero sí coincido en que es bastante extraño. Aunque esta noche estoy tan contento que no quiero pensar en nadie, solamente en nosotros... - Mmm... esa idea me interesa. ¿Y qué planeas hacer? - ¿No te lo imaginas? - Bueno, pensándolo bien, creo que me doy una vaga idea... pero necesito confirmación.
Juan sonrió ante tal insinuación. Se encontraba con el mejor de los humores y quería acabar aquella jornada sintiéndose muy cerca de su esposa...
- ¿Qué está pasando con mi Santa Mónica? Cada día que pasa veo menos de ella, se está convirtiendo en una dama bastante osada...
Los dos rieron deleitados ante aquella observación. Juan pensó que ya que aún se escuchaba la música que estaban tocando en el salón de abajo en donde seguían disfrutando de la fiesta que daba el hotel, lo mejor sería aprovecharlo y continuar ellos también con el baile.
- ¿Qué te parece si te invito a bailar el vals que están tocando? - ¿Sigues con ganas de bailar? ¡Qué suerte!, porque a mí también me gustaría mucho...
Sin pensárselo dos veces Juan asió a Mónica por la cintura. Ella posó uno de sus brazos en el hombro de Juan y con el otro se tomó del vestido. Mientras bailaban por toda la habitación se sentían felices. Las risas se acrecentaron de forma considerable hasta que explotaron en una sonora carcajada cuando por accidente chocaron contra el sofá. Los dos se tambalearon por un segundo y cuando volvieron a mirarse, la risa se les cortó inmediatamente. Cuando Juan la contemplaba de aquella manera, con esos ojos penetrantes que la fulguraban, en lo último que podía pensar era en reírse. Sus emociones habían cambiado de rumbo dando paso a la pasión y al deseo.
Juan tomó con sus dos manos la cara de Mónica y movió su cabeza hacia abajo con intenciones de besarla. A su vez ella cerró los ojos y acercó su boca un poco más y más y... ¿qué estaba pasando? ¿Por qué no la besaba? Al instante se dio cuenta de que a medida que ella se acercaba Juan se estaba alejando... Mmm... esa clase de juegos podían hacerle perder la cabeza a cualquiera... Abrió los ojos y se encontró con la cara de Juan que se movía casi imperceptiblemente en forma de negación. Ah... todavía no, eso era lo que estaría diciendo con ese gesto... Mira que podía ser malo cuando quería, ¿eh? Hacerla sufrir así...
Decidió volver a tomarla entre sus brazos pero esta vez en vez de seguir bailando al compás del vals, comenzaron a bailar a su propio ritmo, una sucesión lenta de movimientos. Mónica se dejó caer hacia atrás mientras Juan la sostenía de la cintura y la apretaba un poco más hacia él. A continuación la agarró un poco más fuerte haciendo que se incorporara. Cuando estuvo otra vez en posición vertical y mirándolo a los ojos comenzó a desabrocharle las tiras del vestido con una rapidez considerable que había logrado a fuerza de costumbre... Las ropas cedieron y cayeron del cuerpo de Mónica deslizándose suavemente. Por su parte, él ya se había sacado el chaleco y tenía los primeros botones de la camisa abiertos. Haciendo alarde de fuerza y en un movimiento inesperado para Mónica, comenzó a elevarla lentamente hasta que su boca quedó a la altura del borde de la escotada enagua, justo en el nacimiento de los senos. La mantuvo allí por unos segundos hasta que empezó a hacerla descender poco a poco. Mientras la bajaba gradualmente, él iba formando una línea vertical de besos, que comenzaron en ese huequito en el que empezaban sus senos y terminaron en su boca.
Pero no eran sólo los besos, tiernos, sensuales y candentes, lo que estaba a punto de hacerla explotar por dentro, sino también que cada vez que Juan la hacía descender un poco, la estrechaba aún más contra sí. Y aquel roce, la fricción que se producía con pequeños movimientos entre esos dos cuerpos en llamas le estaba originando que un temblor incontrolable la invadiera. La cosquilla comenzaba en ciertas zonas y se iba desparramando por todo el cuerpo. - Dios, ¿cómo podía lograr que se estremeciera de aquella manera, que perdiera la voluntad, el sentido, la cordura y todo? Su contacto se le antojaba como pura dinamita. Y ella estaba segura de que en cualquier momento su cuerpo, que se asemejaba a un volcán en erupción, estallaría. Lo miró suplicante y Juan decidió ceder y acabar con aquel dulce tormento. Esto de besarla y jugar al compás de la música también iba a terminar por matarlo a él.
Finalmente se despojaron del resto de sus ropas y se tendieron allí mismo, sobre la alfombra en la que se apoyaba el sofá con el que momentos antes habían chocado. ¿Momentos antes? ¿Cuándo? El tiempo se había difuminado, como ocurría siempre que estaban juntos. Cinco minutos, media hora... ¿qué importaba? El único tiempo que corría era el instante eterno. Y allí se fundieron uno con otro, en un momento apasionadamente, en otro tiernamente, en el siguiente de manera salvaje...
En la sociedad burguesa de finales del siglo XIX, las mujeres aún no se adentraban demasiado en el terreno laboral. Los pocos trabajos a los que habían logrado acceder no eran considerados como dignos de gente decente. El más extendido con el auge de la fábrica era el puesto de obrera. Pero sólo la clase más baja de la sociedad participaba de tal actividad.
Otro de los oficios en el cual el sexo femenino fue incorporándose y aumentando a gran escala era el de enfermera. Las mujeres que intervenían en el sector de la salud quizás poseían un peldaño más en la escala social, pero no pertenecían a la alta sociedad. Sin embargo también las damas burguesas comenzaron a salir poco a poco de sus casas con trabajos parecidos. Las obras de caridad y beneficencia fueron la excusa perfecta para adentrarse en los bajos mundos. A través de estas actividades, las damas fueron dándose cuenta progresivamente de esa otra realidad: la de los pobres, enfermos, desvalidos, etc. Esto produjo una toma de conciencia y supuso el comienzo paulatino de un cambio de mentalidad, la liberación femenina se había puesto en marcha y nada habría de detenerla...
Por otro lado, existía una tercera categoría de empleos permitidos para las mujeres. Se trataba de las institutrices o gobernantas. Generalmente se trataba de damas de alta sociedad cuyas familias se habían arruinado y veían en la enseñanza una salida a sus problemas económicos. De todos modos el tener que ejercer de tutoras en las familias que otrora habían pertenecido a su mismo círculo de amistades, era una clara evidencia de la degradación que sufrían. Habían descendido claramente de categoría.
Dentro de este último conjunto de mujeres se encontraba Georgina, pero por diferentes motivos. Su familia no se hallaba en banca rota y ella no tenía ninguna necesidad de trabajar. Pero cuando decidió que quería vivir bajo sus propias reglas no tuvo más remedio que buscarse su propio sustento a través de un empleo ya que su padre se negó a apoyarla en aquella locura y a brindarle el dinero suficiente para sobrevivir. Si quería irse del hogar paterno y dejar a toda la familia en ridículo, él no la secundaría, no le daría ni un céntimo.
Estas artimañas no detuvieron a Georgina, quien con la abundante educación que había recibido no tuvo problemas a la hora de encontrar empleo. El vivir sola no había resultado sencillo en un primer momento pero cuando dio con la familia Montaigne su suerte cambió. Tenían tres hijos: Renaud, de veintitrés años, Sylvie, de doce y la pequeña Audrey, de sólo diez años. Ella se encargaba de la enseñanza de las dos señoritas y lo consideraba un trabajo muy placentero. Eran unas niñas enormemente despiertas e inteligentes y también muy dulces. Georgina sentía un cariño casi fraternal hacia ellas.
Además estaba contenta porque el matrimonio Montaigne no cuestionaba sus acciones. Al poco tiempo de que se empezaran a correr aquellos rumores sobre ella, habían hecho caso omiso de los comentarios y seguían manteniéndola en su puesto de trabajo. Lo bueno era que los esposos tenían ideas más bien liberales y no les importaba que Georgina enseñara a sus hijas algunos de esos nuevos ideales. Por ello Georgina no podría sentirse más cómoda que allí.
Sin embargo no todo eran rosas en su trabajo. También se le habían presentado algunos momentos desagradables. Uno de ellos, por ejemplo, fue el haber conocido a Christian. Qué persona más insufrible. Tuvo la mala suerte de que el señorito resultara ser uno de los mejores amigos de Renaud, el hijo mayor de los Montaigne. La había atacado desde el primer momento en que la conoció, y por supuesto ella, haciendo gala de los buenos modales que había aprendido y que dictaban que siempre había que corresponder a los gestos de otra persona, decidió retribuir tanta amabilidad... insultándolo doblemente. Al parecer se asombró de que tal acción poco decorosa fuera llevada a cabo por una dama y desde ese momento no cesó de agraviarla en cada oportunidad que se le presentaba, sabiendo ser muy bien correspondido por ella. Se habían conocido hacía un año, pero por fortuna desde un par de meses hasta acá él no había vuelto a la casa de los Montaigne y se venía salvando de aguantar su presencia. Claro, hasta que por desgracia tuvo que cruzárselo en el baile apenas unas noches atrás...
Los Montaigne se habían decidido a tomar unas pequeñas vacaciones y visitar a algunos parientes que tenían en Escocia. Este era el motivo por el cual Georgina se hallaba más desahogada y podía darse el lujo de acompañar a Juan y a Mónica a todas partes. Los había instruido sobre historia, monumentos, etc. de París y guiado por toda la ciudad. Era algo que la complacía realizar. Pero en algunos días más la familia para la que trabajaba estaría de vuelta y ya no podría dedicarse tanto a los Alcázar. Era una pena, una verdadera pena...
************
Un año antes. Georgina y Christian se conocen en casa de los Montaigne:
El timbre sonaba en casa de la familia Montaigne. El mayordomo se dirigió hacia la puerta y abriendo exclamó:
- Joven Christian, cuánto tiempo sin verlo. ¿Viene a saludar al señorito Renaud? Pase por favor. - Gracias Cédric. Con permiso. ¿Y dónde se ha metido ese callejero de mi amigo? Seguro que no está en casa. - Bueno... no sé si recordará pero el joven ha acompañado en más de una ocasión a su amigo en aquellas correrías... ¿O es que tiene una memoria delicada... el señor? - ¡Tu siempre igual de atrevido!, ¿eh? No, por supuesto que no me he olvidado. Como tampoco me he olvidado de todas las veces que nos has echado una mano para poder cubrir nuestras juergas... Y no me cansaré de agradecértelo. - Descuide joven, para mí fue todo un placer. Quién no tuvo su edad alguna vez...
Georgina se dirigía hacia la cocina para beber un vaso de agua cuando oyó unos ruidos en el recibidor y se acercó a observar qué sucedía. Pero decidió quedarse parada en un rincón al final del pasillo cuando escuchó al mayordomo hablando con alguien que por lo que oía era amigo de Renaud. Los colores se le subieron a las mejillas. Se puso carmesí y sintió los pómulos como fuego. No había tenido un buen día y esto acababa de rematarlo. Lo último que deseaba escuchar era a un hombre jactándose de su condición y desparramando a los cuatro vientos que por pertenecer al género masculino podía libremente organizar y asistir a parrandas y diversiones varias. Cada día se sentía más asqueada de los hombres. Nunca, jamás terminaría unida a una de esas ratas infieles. Antes muerta que perder su libertad a manos de un infeliz tirano.
- Georgina... ¿qué hacen un hombre y una mujer cuando se casan? - Sylvie... no deberías preguntarme esas cosas... todavía no estás en edad... - Pero tu eres la única que siempre me contesta la verdad, a mi mamá cuando intento preguntarle algo inventa alguna excusa... Y yo quiero saber... - Yo se cariño, pero todo vendrá a su tiempo, no te preocupes... - Pero... tu te vas a casar, ¿no? -¡No! Eso no. - ¿No? ¿Por qué? - Porque los hombres son todos unos patanes. - ¿En serio? Pero mi papá es bueno... - Sí, sí, tu papá pero para de contar, porque el resto... Lo único que saben hacer es irse de correrías los muy libertinos. Deberían desaparecer de la faz de la tierra. Ya llegará el día en que no los necesitemos ni para procrear hijos, vas a ver... Tu tienes que luchar porque eso suceda, porque las mujeres tengamos los mismos derechos que ellos y seamos independientes y porque seamos nosotras quienes gobernemos el mundo, no esos cerdos asquerosos...
- No, esta vez se equivocó joven Christian, el señorito Renaud sí está en la casa, no se ha ido de juerga. Si espera un momento enseguida le aviso. - Está bien Cédric, gracias. Dile que lo espero en la biblioteca.
Christian se encaminaba hacia la biblioteca para esperar a su amigo cuando oyó la voz de Sylvie y decidió ir a saludarla. Pero enseguida se dio cuenta que no estaba sola y no consideró prudente molestarla. Cuando se disponía a retirarse una frase lo dejó pegado al suelo y se quedó escuchando lo que sucedía en aquella habitación a través de la puerta que estaba parcialmente entornada. Alguien - ¿sería la nueva institutriz de la que tanto le había hablado Renaud?- estaba diciendo cosas increíbles. La conversación se desarrollaba en estos términos: - Porque los hombres son todos unos patanes. Había aguantado hasta el momento en que aquella mujer le decía a la pequeña que las que deberían gobernar el mundo eran ellas y no esos cerdos asquerosos de los hombres... Luego decidió retirarse de una vez a la biblioteca para evitar el impulso de entrar y estrangular a esa. ¿Cómo se le ocurría hablarle así a una niña? ¡Qué imprudente!, ¡Qué desvergonzada!.
- Perdón cariño, no debería haberte hablado así. No me hagas caso, ¿sabes? Hoy no es un buen día... - Bueno, si tu lo dices... igual te agradezco que contestes mis preguntas. Por eso es que te quiero tanto. - Yo también te quiero cielo. ¿Me esperas un momento que voy al toillette?
Georgina abandonó nuevamente la habitación y enfiló hacia el baño. Una sombra salía justo en ese momento de la biblioteca y, adivinando de quién podía tratarse, intentó volverse lo más rápido que pudo al sitio de donde había salido. Lo último que le faltaba era tener que encontrarse con el patán y emplear falsamente las reglas de cortesía. Demasiado lenta, demasiado tarde. Su voz resonó en los oídos de Georgina cuando aquél señor dejó caer esas estúpidas palabras.
- ¿Conque por fin tengo el placer de conocer a la famosa institutriz? Más famosa por los rumores de sus desvergonzadas aventuras que por sus grandes enseñanzas... pero famosa al fin. - Sí, parece que esa soy yo. Y como yo a usted ya lo conozco, con su permiso, me retiro. - ¿Qué ya me conoce...? - Usted es un hombre, ¿no? Lo que equivale a decir que es un cerdo. Y como todos los cerdos son prácticamente iguales, cuando has conocido a uno, los has conocido a todos... Ahora sí, con su permiso. Que tenga un buen día. - ¿Pero... pero quién se ha cre...?
Cuando Georgina se había dado la vuelta para retirarse se encontró, más bien se topó, con el cuerpo de Renaud. Éste, a su vez, interrumpió la última de frase de Christian con otra pregunta:
- ¿Sucede algo Christian? - Buenos días Renaud, creyó prudente agregar Georgina. - Buenos días Georgina, ¿qué tal estás hoy? Pero ven, no te vayas. Quiero presentarte a uno de mis mejores amigos, Christian, que creo que todavía no lo conoces. - No te preocupes, ya nos presentamos. Me voy porque Sylvie me está esperando y ya sabes cómo se impacienta cuando me ausento por mucho tiempo... Hasta luego.
- Te dije que era una de las mujeres más hermosas que había visto en mi vida... Lástima que mis padres me hayan prohibido terminantemente desplegar todas mis armas de seducción sobre ella. ¿Te has dado cuenta del color de sus ojos? No, si es... una delicia para la vista... - Bah... tampoco es para tanto. A mí no me pareció nada del otro mundo. - ¿¿¿Estás hablando en serio??? - Sí, absolutamente. - Mmm... entonces voy a pensar seriamente en desobedecer las órdenes de mis padres. Yo quería presentártela primero a ti para que luego no se impresionara al conocerte. Ya sabes... con esa cara que Dios te dio todas las mujeres caen rendidas a tus pies. Sin embargo no me dio esa impresión con Georgina. Es más, parecía un tanto enfadada, ¿le dijiste algo que la molestara? - Psss... no, no, nada. ¡Ah! Y tranquilízate que la muchacha es toda tuya... buena suerte. Y ya no agregó nada más, pero para sus adentros pensó: -¡Y que Dios te ayude con esa alimaña salvaje!
***********
¿Otra invitación? Vaya, el señor Raimundo sí que era una buena persona. Muchas puertas se le habían cerrado cuando decidió irse a vivir sola y trabajar. ¡Imagínese usted, una señorita decente trabajando! ¡Y lo peor de todo es que era por placer, su familia no pasaba por ningún apuro económico! Pero últimamente, por culpa de los rumores esparcidos, ya no recibía invitaciones de ningún tipo. En fin, Raimundo debía haber sido muy amigo de su padre para desatender a las habladurías y acogerla nuevamente en el seno de su familia. ¡Y por todo un fin de semana! El problema que se le presentaba a Georgina era enorme... ¿cómo haría para declinar tan generosa y amable invitación sin quedar mal con el señor Raimundo? Simplemente este tipo de invitaciones no se rechazaban, no era nada cortés el hacerlo. Haber recibido una participación para pasar un fin de semana en una casa de campo era algo especial. Y hasta familiar. Generalmente se realizaba entre los más allegados. Y que Raimundo haya pensado en ella era todo un honor. Qué lástima, pensó Georgina. Con las ganas que tengo de irme al campo y disfrutar de la naturaleza... sonaba demasiado tentador. Pero no, no iba a aceptar. Ya estaba decidido. No podía acrecentar deliberadamente las posibilidades de volver a ver a Christian. Hoy mismo se lo diría. Lo último que iba a hacer en este mundo era ir a esa Hacienda y verle la cara a ese. Eso nunca.
- ¿A las nueve te parece bien? - Eeeh... sí, sí, bien. - Entonces no hay nada más que hablar. Mi cochero pasará por tu casa a esa hora. ¡Estate preparada!
Maldita sea. ¡¡¡Maldita sea!!! ¿Es que tan difícil era pronunciar la palabra no? NO, NO, N- O, ENE- O, NO, NO y NO. Georgina todavía no salía de su desconcierto. Había ido a las oficinas Avignon decidida a hablar con Raimundo y declinar aquel ofrecimiento de la manera más elegante posible. Pero lo primero que había pensado el buen hombre en cuanto la vio era que ya sabía que había sido un despistado y se había olvidado de escribir la hora a la que pasarían a recogerla y así se lo hizo saber. Georgina había entrado en pánico pero trató de contenerse y comenzó a sacar fuerzas de donde pudo:
- Don Raimundo, que pena con usted... es que... verá... ¿cómo le digo? Resulta que... bueno... yo... - Quiero suponer que no estarás intentando escabullirte para no venir con nosotros. De antemano te digo señorita, que yo nunca acepto un no por respuesta. ¿Era eso lo que ibas a decirme? - Nnno, no... claro que no. Es que... como vamos a ir a su hacienda... no sabía exactamente que ropas eran adecuadas para la ocasión. Pero creo que son temas que mejor hablo con su esposa... ¿verdad? - ¡Ah! Si era eso no pasa nada... Pero no es necesario que hables con Lucrecia. Yo mismo te explico. ¿Está bien? - Si, muy bien.
Y así, tan fácilmente, tan estúpidamente, se le habían terminado todas las esperanzas de no encontrarse con el incordio de Christian. ¿Y ahora que iba a hacer? Bueno, el lío ya estaba hecho, abría que asumir las consecuencias. Además si Christian estaba o no, no debiera importarle. No era su problema. Intentaría alejarse de él lo más posible y disfrutar del fin de semana.
- La verdad es que Raimundo y Lucrecia son tan amables... ojalá puedas concretar ese negocio. Son muy buena gente, le comentó Mónica a Juan mientras cenaban en el salón del hotel. - Sí, a mí también me caen muy bien. Pero bueno, todo depende de cómo nos vaya este fin de semana. Voy a tener que revisar sus campos, sus cultivos, y sólo después seré capaz de emitir una opinión al respecto. - Juan... Georgina también va a venir, ¿lo sabías? - No. ¿Cómo lo sabes? ¿Ella te lo dijo? - No, me lo comentó Lucrecia hoy, cuando la acompañé a la modista. Por supuesto ella fue la primera en oponerse. Pero me dijo que su marido es muy cabeza dura, y que cuando se le mete algo nadie puede hacerlo cambiar de parecer... Mmm... por cierto, me recuerda a alguien... ¿quién será? - Mónicaaaaa... - Ay mi amor, ¡es una broma! Bueno la cuestión es que va a venir. - Quizás no sea tan malo. Si Christian también va... ¡hasta nos podemos llegar a divertir de lo lindo! - ¡¡¡Juan!!! Por Dios... ¡cómo eres!, agregó Mónica en un tono casi jocoso.
************
- Georgina... ¿te podemos preguntar algo un tanto... íntimo? - Sí, claro. -Cómo negarle algo a Juan Alcázar, pensó Georgina.
Juan, Mónica y Georgina se hallaban otra vez en un mismo carruaje para ser conducidos a la residencia campestre de los Cerrico Vidal. Habían estado conversando sobre trivialidades hasta que Juan se decidió a formular la pregunta que los intrigaba tanto a él como a Mónica.
- ¿Porqué te peleabas tanto con el hijo de Raimundo? ¿Lo conocías de antes, verdad? - Ah, era eso. Un tono de decepción se adivinó en aquellas palabras. Sin embargo Georgina sabía que les debía una explicación y así se los hizo saber. - Yo... quise aclararlo con ustedes pero no encontré el momento oportuno. Sí, ya nos conocíamos. Christian es el mejor amigo de Renaud, el hijo mayor de los Montaigne, la familia para la cual trabajo. Un día vino a saludarlo y... bueno, no nos caímos nada bien. - Creo que una cosa es no caerse bien y otra... insultarse como lo hicieron ustedes..., dijo Mónica. - Sí, yo sé. En realidad lo que sucedió ese día fue inexplicable. Yo salía a buscar un vaso de agua, lo encontré por casualidad y... comenzó a agredirme sin motivos. Me dijo que si yo era la famosa institutriz que era más conocida por los rumores que por mis enseñanzas... En fin, como me atacó... pues yo me defendí. Y así empezó todo este asunto. Cuando terminó de decir estas palabras Georgina ya se había puesto colorada. No era fácil admitir el trato que le había dado ese señor. - Pero... Georgina... no lo puedo creer, Christian me pareció tan caballero... ¿no sería que entendiste mal? Quizás lo malinterpretaste... - Si por malinterpretar entendemos que prácticamente me llamó desvergonzada... entonces sí, lo malinterpreté. Pero dudo que ese fuera el sentido que quisiste darle al término malinterpretar, ¿no? - Georgina... esto no es algo para bromear. Es un tema muy delicado. ¿Se lo comentaste al señor Raimundo? - ¡No! Con lo amable que es ese señor, ¿cómo podría hablarle tales bajezas sobre su propio hijo? - Bueno... en eso tienes razón, pero quizás logre hacerlo entrar en razones... Piénsalo. - No sé, quizás...
Al menos eso fue lo que les dijo a Juan y a Mónica, pero lo que ella pensaba era muy diferente. Ni loca le iría a hablar a Raimundo. Por ella que Christian siguiera como hasta ahora, por lo que le importaba lo que hiciera ese mequetrefe...
Dos horas después se encontraban en la puerta de la hacienda de los Cerrico. Era muy pintoresca y muy espaciosa. El día tenía un aspecto inmejorable: el sol iluminaba radiante pero el calor era suave, no agobiaba como sucedía en San Pedro. En estas latitudes una brisa refrescante se encargaba de que eso no sucediera. Don Raimundo Cerrico, siempre tan servicial, se había personado en la entrada para recibirlos cordialmente. Allí también se encontraba Lucrecia quien se hizo cargo de las invitadas de sexo femenino. Mientras charlaba con Georgina y Mónica las condujo hacia la casa.
Al fin cuando todos habían quedado debidamente instalados, la hora del almuerzo se aproximó. Lucrecia se encargó de brindar un asiento a cada uno de los convidados y ordenó que comenzaran a servir los aperitivos. Los tres invitados se sentían felices y platicaban muy a gusto. Georgina había logrado desprenderse de sus temores iniciales, es decir, del miedo de encontrarse con el patán en cualquier momento. Era evidente que si aún no se había presentado era porque no se hallaba en la hacienda. Lo contrario hubiese sido de muy mala educación. Se sentía aliviada. ¡Y pensar que estuvo a punto de rechazar la invitación por un temor que finalmente era infundado ya que Christian no había venido a la hacienda! Sin embargo, un segundo después, pudo comprobar que la felicidad tan rápido como empieza, termina.
- ¡Buenos días! Les hago públicas mis excusas pero me fue imposible llegar antes, comentó Christian en cuanto traspasó el umbral del salón. - ¡Buenos días, hijo! ¿O debería decir buenas noches?, agregó Raimundo algo ceñudo. - Por favor, Don Raimundo, no lo regañe que por nosotros no hay ningún problema, dijo Juan, que por cierto ya comenzaba a reírse de la cara de aquel rufián en cuanto divisó a Georgina. - Bueno hijo, pues ya que nuestros huéspedes han sido tan amables de dispensarte por tu falta, te ruego que acabes de una vez con los saludos y nos acompañes en el almuerzo. - Claro, como no, papá. Señor Alcázar, ¿cómo se encuentra usted hoy?, le dijo Christian mientras estrechaba la mano de Juan. - Muy bien, muchas gracias.
A continuación se dio vuelta para saludar a Mónica, y con una sonrisa radiante y un tono que sabía acarrearía los celos de su marido le dijo:
- Mónica... usted tan bella como siempre... Y le plantó un beso en su delicada mano. - Gracias, usted siempre tan caballero... - Para mí es un placer serlo con damas como usted.
Bien, podía sentir la tensión en el ambiente. ¡Ja! Seguro que aquél se moría de celos... Bueno, ahora le tocaba sobrellevar el trago amargo. Tendría que saludar a la arpía. Pero que ni soñara que él iba a quedar mal nuevamente frente a los Alcázar, y menos frente a su padre y Lucrecia. Se comportaría como todo un caballero.
- Señorita Georgina, un grato placer el poder disfrutar de su compañía nuevamente... Acto seguido, le dio un beso en la mano. - Sin lugar a dudas, el placer es mío. El tono fue neutral, pero el intercambio de miradas fulminantes lo decían todo. Al menos así lo creyeron Juan y Mónica, porque el resto parecía permanecer ajeno a todo aquello...
La velada había transcurrido sin mayores sobresaltos. Con la excepción de algún que otro intercambio de opiniones entre Georgina y Christian, que, por cierto, seguía pareciendo que sólo Juan y Mónica interpretaban de otra manera, lo demás estuvo estupendo. Comieron en abundancia y se retiraron a otro salón a conversar más tranquilamente. A eso de las tres de la tarde Raimundo, Christian y Juan, salieron a montar y a recorrer una parte de las largas extensiones de la hacienda. Al volver del paseo, Christian decidió subir un momento a su habitación. Todavía no podía creerlo. ¿Porqué su padre no le había avisado que también invitaría a la arpía? Esto era el colmo, tener que soportarla por tantos días en su propia casa... En fin, algo tendría que hacer. Y ahora que recuerdo... -pensó, todavía no me he desquitado de aquellos dos -en referencia a Georgina y Juan- debidamente. Ya se le ocurriría algo... con lo que se iba a divertir mucho...
Juan estaba subiendo las escaleras. Se dirigía hacia su recámara para avisarle a Mónica que ya estaban por servir el té y tendrían que ir a merendar. Pero por un instante se quedó allí parado cubriéndose de que nadie lo observara. Algo raro estaba pasando. Christian no se comportaba de una manera normal. Estaba bastante extraño y miraba hacia todos los lados, como queriendo asegurarse de que no estaba siendo advertido por nadie. Qué extraño, pensó Juan, y por eso decidió vigilar atentamente los pasos de aquél hombre.
Christian traía en la mano dos papelitos prudentemente doblados. Cuando se cercioró por quinta vez de que nadie lo observaba, ubicó cada uno de los papelitos debajo de un platito de té que ya estaban acomodados para ser servidos. Lo único que restaba era acomodar a los invitados de manera estratégica. Y así lo hizo; todo salió a la perfección. ¡¡¡Cómo se iba a reír!!!
Juan y Georgina descubrieron que debajo de su plato se hallaba un pequeño papel, pero prudentemente decidieron esperar hasta retirarse para leer su contenido. Cuando Juan abrió la dichosa hojita no lo podía creer. ¡Era evidente que el muy desgraciado quería vengarse por lo que él le había hecho! Pero esto no iba a quedar así. ¡Ya vería el cretino, se iba a encontrar con la horma de su zapato!
Georgina se hallaba tan intrigada que apenas podía abrir el papel de los nervios. ¿Qué diría? ¿Quién lo habría enviado? Desenvolvió presurosa los dobleces y soltó una exclamación de sorpresa en voz alta. ¿Qué significaba esto...?
Necesito verte... a solas. Hay algo que tienes que saber. Encontrémonos en las caballerizas a las 6. Si te importo estarás ahí. Juan.
Volvió a releer el papel, pero estaba vez angustiada. ¿Qué había hecho? Quizás aquellas miradas que ella encontraba casi inocentes no le habían parecido lo mismo a él. Georgina era descarada, aventurera... pero jamás se hubiese fijado en un hombre casado. Y ahora Juan... la había malinterpretado y... y le pedía un encuentro. ¿Cómo haría para solucionar este embrollo? Lo único que se le ocurría era presentarse a esa cita y decirle la verdad de la manera más delicada posible...
Christian ya se sentía algo culpable. La broma... la broma era demasiado pesada. La había planeado y ejecutado en un momento en que su naturaleza impulsiva lo había privado de raciocinio. Lo mejor sería que dijese la verdad antes de que fuera demasiado tarde. Ya no se sentía feliz con la idea. Había pensado que Georgina estaría encantada de recibir una propuesta así de Juan y que correría a su encuentro. El papel de Juan diría que Georgina necesitaba hablar con él en las caballerizas pero no tendría más detalles. Una vez que ellos se encontraran a Georgina no le quedaría más remedio que mostrarle la nota a Juan y éste decirle que no la había escrito. Con lo cual ambos individuos pasarían la vergüenza de sus vidas: Georgina porque el ir a las caballerizas era admitir lo que sentía por Juan y éste porque se vería en la embarazosa situación de tener que decirle a Georgina que se hallaba felizmente casado y no quería nada con ella. Bueno, al menos eso era lo que suponía Christian, con una esposa tan linda, buena y dulce como Mónica... En fin, la cuestión era que sabía que se le había ido la mano. Tendría que poner un alto a su pequeño chistecito porque ahora no se le antojaba nada gracioso.
Juan enfiló hacia las caballerizas. Lo primero que tendría que averiguar sería el contenido del papel de Georgina. Luego ya se encargaría de poner en marcha el plan para desbaratarle la bromita a Christian. En cuanto entró la halló ahí parada, recostándose apenas sobre una de las puertitas de un caballo. En cuanto advirtió la presencia de Juan se irguió rápidamente. Por su parte Juan, hombre poco propenso a rodeos innecesarios, inquirió de manera exigente:
- Dame tu papel, Georgina. - ¿El papel...? ¿Para qué? Yo... sólo... venía a decirte... - Tu damelo, luego hablamos.
Ante tamaño despliegue de tiranía decidió que lo mejor sería obedecer. Además la cara que traía... La verdad no parecía muy contento. Saltaban chispas de aquellos ojos verdosos. Le acercó el pliego y aguardó pacientemente. Los colores de Juan iban subiendo de tono velozmente. No lo podía creer. Insinuarle a Georgina que él quería algo con ella. Esto era demasiado. Por segunda vez -la primera había sido durante aquél baile de Christian con Mónica- sintió que sus instintos asesinos afloraban sin control. Tranquilízate, se dijo a sí mismo. Continúa con tu plan que va a fastidiarlo aún más. A continuación le dijo a Georgina que él no había escrito esa misiva sino que había sido una broma pesada de Christian. Georgina no creyó que se pudiera uno sentir más avergonzado. Tenía la sensación de que sus mejillas habían decidido trasladarse al infierno. El fuego que sentía era tan grande que no podía parar de sudar y hasta le temblaban las rodillas de los nervios. Y de la rabia. Ese cerdo iba a pagar por esto, de eso estaba segura. En estos momentos Juan estaría creyendo que ella estaba interesada en él y que había acudido a la cita por eso. Pero tendría que sacarlo de ese error y urgentemente. Pero cuando Georgina abrió la boca para hablar, Juan no se lo permitió. En cambio le solicitó lo siguiente:
- Georgina, ¿tu podrías hacerme un favor? - Sí, claro. ¿De qué se trata? - Quiero que hablemos de todo este problema. Pero no puede ser aquí, cualquiera podría entrar. Escúchame, hoy cuando fuimos a recorrer las tierras nos encontramos con una cabañita, a quince minutos de aquí yendo hacia el norte. Casi no la utilizan pero podremos estar tranquilos. Si te ensillo este caballo, ¿crees que podrías llegar hasta ahí? - Mmm... supongo que sí. Era lo último que Georgina tenía ganas de hacer, pero le debía una explicación a este hombre. Tenía que aclarar las cosas y si él quería que fuese en aquél lugar, así sería. Mejor, no le apetecía en absoluto que alguien más por casualidad escuchara algo tan vergonzoso para ella. Así que se montó en el caballo y partió rumbo a la cabaña.
Juan se sentía bastante mal. No era justo inmiscuir otra vez a Georgina en su venganza. Pero era la única forma de devolverle las gentilezas a ese hombre. Ni modo, Georgina tendría que aguantar. Ya se encargaría luego de pedirle disculpas. En el momento en que salió de las caballerizas, Christian estaba entrando y por poco se chocaron. - Juan, te estaba buscando, mira... yo... - Yo también estaba buscándote, mira qué casualidad. Tengo un problema y necesito tu ayuda. - ¿Mmi... mi ayuda...? - Sí, resulta que Mónica me dijo que quería dar una vuelta a caballo por aquí cerca. Como yo le comenté que me había llamado la atención una cabañita de por aquí, decidió ir a investigarla. El asunto está en que cuando volvió se dio cuenta que había dejado su capa. Dice que la necesita pero no quiere que la deje sola. Tu sabes... mujeres. Por eso quería saber si... - Por supuesto, no te apures. Yo personalmente voy y la recojo. En un rato estoy de vuelta. Por cierto... ¿no notaste nada extraño...? - ¿Extraño? Mm... no, ¿porqué? ¿Sucede algo? - No, no nada... era un comentario. No me hagas caso. Bueno, ya vengo. Hasta luego. - Adiós, y gracias.
Mientras cabalgaba Christian pensaba que menos mal que todo había salido bien y Juan no había leído aquella estúpida nota. Hasta se lo veía más amable. Eso sí, cuando regresara tendría que encargarse de ver a dónde habían ido a parar aquellos mensajes. Por su parte Juan no podía parar de reírse. ¡El chasco que se llevaría aquél condenado! En estos momentos pagaría por ver la cara de Christian al entrar en la cabaña y darse cuenta del embuste. Y con lo enojada que se veía Georgina por la broma que les había hecho... En estos momentos casi como que lo compadecía, con el carácter que se notaba que tenía esa mujer... Bueno, casi, por que en realidad lo que le ocurriera se lo tenía bien merecido...
Christian seguía galopando. La verdad era que estaba más relajado. Se había puesto a silbar y se entretenía con los pocos paisajes que veía alrededor. Pensó que al final le vendría bien este paseíto para liberar tensiones y respirar aire puro. No tenía la menor idea de lo poco que le iba a durar aquella sonrisa. Se le avecinaba prontamente una tormenta... más bien un volcán en erupción llamado Georgina...
Georgina hacía más de diez minutos que estaba en la cabaña esperando con impaciencia. ¿En dónde se abría metido Juan? Se suponía que debía haber salido unos pocos minutos después que ella. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un ruido exterior. Era el sonido de un caballo. La hora de la verdad había llegado. Tendría que enfrentarse a Juan Alcázar. La puerta se abrió bruscamente y dos corazones dejaron de latir por un segundo. Las dos caras se hallaban con la boca levemente abierta y con un enorme gesto de perplejidad. Al unísono se escuchó un firme...
- ¿Qué...?
Pero ya Christian no pudo añadir nada más. Georgina estaba como loca. Parecía un león enjaulado, una pantera peligrosa. Al instante comenzó a proferir todo tipo de insultos:
- ¡¡¡MALDITO INFELIZ!!! ¿¿¿CÓMO TE ATREVISTE??? ¡¡¡EN MI VIDA PASÉ TANTA VERGÜENZA!!! ¡¡¡TE ODIO, TE DESPRECIO!!! PERO ESTO NO SE VA A QUEDAR ASÍ, ¿¿¿ME ESCUCHASTE BIEN CONDENADO PATÁN??? ME DAS ASCO. PENSÉ QUE ERAS UN MISERABLE PERO NUNCA ME IMAGINÉ HASTA QUÉ PUNTO. NO VALES NADA, ¿ME OÍSTE?, ¡¡¡NADA!!!
A Christian le bastaron sólo las dos primeras frases para darse cuenta de todo. El condenado de Juan se la había vuelto a jugar. Y él como un estúpido había caído en la trampa. Y al parecer también Georgina, porque se había quedado de piedra al verlo lo cual significaba que no esperaba su visita... Dios mío, el mal nacido de Juan lo había echado a la boca del lobo. ¿Cómo saldría de esta? Y la fiera seguía escupiéndole una retahíla de improperios...
- Georgina... - ¡No te atrevas a pronunciar mi nombre desgraciado! - Bueno, ya me harté de tantos insultos. Al fin y al cabo si tu no fueras de buscona nada de esto hubiera pasado. ¿O me vas a decir que no saliste corriendo a las caballerizas en cuanto leíste la nota que se suponía era de Juan? ¿Eh? ¿Eh? Ah... te quedaste sin palabras, ¿ves como tenía razón?
Georgina creyó que se le nublaba la vista de tanta tensión contenida. Por segunda vez en el día sentía un ardor espantoso en las mejillas. Esta vez iba a matarlo. Este patán no merecía seguir viviendo. Sí, debía hacerlo. Era la única solución viable en la que podía pensar. Pero enseguida se convenció que no valía la pena ensuciarse las manos con tremenda alimaña. Se acercó a la puerta, le encestó un dolorosísimo pisotón con todo el tacón del zapato y con toda la fuerza de la que fue capaz y salió a toda velocidad hacia su caballo.
Christian se quedó atónito por un momento. ¿Es que no pensaba devolverle el insulto? Y ahora se estaba acercando... ¿qué haría? En ese instante sintió una punzada de dolor en el pie derecho. ¡Maldita víbora! Ahora lo iba a escuchar esa... Pero cuando salió Georgina ya había montado en su caballo y se dirigía... Oh... ¡no!
- Georgina... ¡vuelve aquí! ¡GEORGINA! ¡NO VAYAS EN ESA DIRECCIÓN QUE ES MUY PELIGR...!
Demasiado tarde. La mula ya no lo escuchaba. ¿Porqué tenía que ser tan terca? En fin, ahora le tocaría ir tras ella. Y seguir aguantándola. ¡Qué castigo!
- Georgina, para ese caballo ahora. Le había tomado casi diez minutos alcanzarla. Lo cierto es que la arpía era muy buen jinete. - ¡Ni lo sueñes! - ¿No puedes hacerme caso sólo por una vez en tu vida? - No.
Lo que Christian se había temido, tendría que frenarle el caballo a la fuerza. Con una maniobra propia de un experto zarandeó las riendas del caballo de Georgina y éste frenó de golpe. Ella estuvo a punto de perder el equilibrio pero resistió y logró salir bien librada del asunto.
- ¿Te volviste loco? ¡Me podrías haber matado! - Créeme que si quisiera matarte no me privaría del placer de hacerlo con mis propias manos, querida. - ¡Igualmente patán asqueroso! - Vaya, hasta que coincidimos en algo... - ¿No quieres que vaya con el caballo? Muy bien, pues me iré caminando. Y por favor no me sigas. No soy capaz de tolerar tu presencia por tanto tiempo...
Christian sentía una rabia incontenible. La bruja había desmontado y ya se había empezado a internar en el bosque. ¿Y si la dejaba y se volvía? La idea era muy tentadora pero sabía que nunca sería capaz de llevarla a cabo. En fin... otra vez a perseguir a la arpía. Se apeó del caballo y comenzó a caminar.
- No puedes estar aquí, es muy peligr... - ¿No te dije que no me siguieras? ¿O será que como hombre tienes la inteligencia de un cerdo y por eso no comprendes lo que te digo? - ¡Debería dejar que te cayeras en los pantanos! ¡Lengua de víbora! ¡Vete al infierno!
Mientras Christian le escupía estas frases iba acercándose poco a poco a Georgina hasta que sus caras prácticamente se estaban tocando. Entonces Georgina quiso retroceder pero la mala suerte estaba de su lado: se enredó el pie izquierdo con una raíz que sobresalía de un árbol y sintió cómo caía como si fuese en cámara lenta. El instinto primario la obligó a intentar sostenerse de lo que tenía más a mano, que resultó ser la camisa de Christian. Él, por su parte, también intentó sujetarla pero los tires y afloja dieron como resultado que él perdiera el equilibrio. Y así fue como se suscitó la situación más extraña: en un momento se hallaban discutiendo acaloradamente y al segundo siguiente Christian se hallaba con todo su peso encima de Georgina.
Si cuando los dos se vieron en la cabaña se quedaron atónitos, eso no había sido nada en comparación con la perplejidad de este momento. Simplemente no podían hablar, no podían reaccionar. Fue un segundo que pareció durar una eternidad. Christian se olvidó por completo de que aquella no era una mujer cualquiera sino una bruja, una verdadera arpía. El tenerla así... tan cerca... ¡Dios, si hasta se le cruzó por la cabeza el besarla! Georgina también se sentía confundida. Nunca se había dejado atrapar por los encantos de Christian, debía ser una de las pocas mujeres que no había caído rendida a sus pies. Lo conocía demasiado bien como para cometer esa estupidez... Sin embargo no podía negar que era guapísimo el muy patán. Y olía tan bien...
Pero tal momento de magia se cortó abruptamente cuando Georgina hizo una mueca de dolor. Christian reaccionó rápidamente, se levantó, le tendió la mano y le preguntó:
- ¿Estás bien? - Sssí... creo que sí. - A ver, deja que mire cómo está tu pie... - ¡No!, te digo que estoy bien. - Como quieras... y ahora vayámonos. Esta zona es muy peligrosa, está llena de pantanos y no es conveniente que permanezcamos más tiempo aquí. ¿Puedes caminar o...? - Por supuesto que puedo, no necesito tu ayuda. - Pues ¿sabes qué? ¡MEJOR! Pero en cuanto Georgina intentó dar un paso volvió a caerse. - ¿La puedelotodo me va a dejar examinarla esta vez? ¿O es que sigue encaprichada con mantener el plan de mula hasta el día que me muera y antes de ceder que me parta un rayo que tanto acostumbra a utilizar? Georgina no contestó a esa provocación pero se cruzó de brazos, puso cara de altanera y estiró la pierna. Lo que traducido significaba adelante. Christian le miró el tobillo y le aseguró que sufría un tirón pasajero, a él le había sucedido varias veces y dentro de un par de días estaría como nueva. Pero en esas condiciones no podría montar...
- ¿Qué? ¿Y qué sugieres, que me quedé aquí sentada hasta que se me pase el dolor y pueda andar a caballo? - Evidentemente que no, tendrás que montar conmigo. - ¡No! ¡Eso no! - No te creas que a mí me complace la idea, querida. Preferiría tirarme debajo de un tren antes que soportar tus insultos arriba de un caballo. Pero no hay alternativa. Acto seguido, la tomó entre sus brazos como se carga a las novias en su noche de bodas y la depositó en el caballo.
El viaje no fue nada placentero para ninguno de los dos. Y no por que se hubiesen prodigado insultos. Ojalá hubiese sido así. No, los dos habían permanecido silenciosos. La verdad hubieran sido preferible los gritos, las peleas, las discusiones. Pero tener a Georgina nuevamente tan cerca y con la boca cerrada hacía que sobresalieran sus atributos. Y ahora sí que debía reconocerlo, no como aquella vez en que le dijo a su amigo aquello sobre Georgina producto del enfado... Ahora viéndola acurrucada contra su espalda por culpa de la velocidad a la que iban (aunque por supuesto ella erguía la cabeza lo máximo que podía en actitud altanera) no tenía más remedio que admitir que Georgina era hermosa... demasiado hermosa... Sus rizos al viento, sus pestañas abriéndose y cerrándose delicadamente, el calor de su cuerpo contra el suyo...
Georgina intentaba no pensar en lo que estaba sintiendo. Jamás se había sentido atraída por este estúpido individuo. ¿Porqué tuvo que caerse encima de ella? Si no lo hubiera sentido tan pegado a su cuerpo y respirándole encima... seguro que nada de esto estaría ocurriendo. Ella no estaría nerviosa por su contacto, por su proximidad, ni estaría deseando acercarse un poco más, ni estaría pensando tantas tonterías... Pero había sucedido. ¡Condenada suerte la que tenía últimamente!
Cuando Christian subió a su recámara luego de dejar a Georgina en la puerta de la suya, ya se había olvidado por completo de Juan y de sus ansias de venganza. Sin embargo debería hablar con él, ya estaba cansado de estos jueguitos estúpidos. No más encuentros provocados por Juan entre Georgina y él. Con lo de hoy había sido suficiente. Tendría que ponerle los puntos sobre las ies al truhán. Y antes de cenar. Cuanto más rápido se esclareciera este asunto, mejor. Y así lo hizo. Acomodó a Juan en la biblioteca y le explicó que él había querido parar la broma de esta tarde pero había llegado tarde. Que por favor lo disculpara y que ahora estaban a mano y ya no seguirían con esta estupidez. Se dieron un apretón de manos como sello del acuerdo al que habían arribado y se dispusieron a sentarse a la gran mesa para cenar.
Mónica estaba radiante, muy relajada luego del baño que se había dado junto a su marido. El muy condenado había llegado con el mejor de los humores al dormitorio y todo por que, según confesó más tarde, ¡le había cachado una broma a Christian y había revertido los papeles! Por Dios, ¡parecía un niño con juguete nuevo! En fin, fuera lo que fuera que lo había puesto de un humor tan bueno definitivamente había sido beneficioso para Mónica. Había salido ganando... ¡y en grandes cantidades!
**********
Raimundo y Lucrecia, luego de cenar y charlar amistosamente con sus invitados por largo rato, decidieron subir a su recámara para descansar por fin de tan ajetreado día. Lucrecia comenzó nuevamente a expresar sus opiniones con respecto a Georgina:
- Sigo insistiendo en que no deberías haberla invitado. - Lucrecia... ya hablamos de eso. Estoy cansado y lo único que quiero es dormir hasta mañana. Además ya lo discutimos anteriormente. Ella vive sola pero como ya te dije, si mal no recuerdo, nosotros nos conocimos en circunstancias bastante parecidas... - ¿Ahora me vas a echar en cara que casi me recogiste? - Por supuesto que no y lo sabes bien. Lo que te propuse fue por amistad, jamás por caridad. No seas tonta... anda, ve a dormir. - Está bien, hasta mañana. - Hasta mañana.
Lucrecia se encaminó hacia su propia cama, que se hallaba a unos pocos metros de la de Raimundo en aquella amplísima habitación. Al contrario que su marido, ella todavía no se sentía demasiado cansada. Sin embargo, se acostó e intentó reposar un poco. Pero recuerdos que no podían considerarse gratos afloraron en su mente.
Sí, estaba volviendo a revivir aquellos acontecimientos. Las circunstancias deshonrosas en las que se encontraba cuando conoció a Raimundo, la salida que él tan amablemente le había ofrecido... eran cuestiones de las que nunca se había podido despojar por completo, aún hoy seguían atormentándola.
Lucrecia había estado prometida por diez largos años con Manuel Alvarado. Pero nueve meses antes de la fecha que se había fijado para llevar a cabo los votos matrimoniales, el infortunio se apoderó de Lucrecia dejando nefastas consecuencias para su vida: Manuel, en un arrebato de descontrol decidió romper su compromiso y repudiar a Lucrecia públicamente. Su vida estaba arruinada, con la edad que tenía jamás conseguiría encontrar un partido para casarse. Y menos cuando un rechazo como el de Manuel la perseguía.
Pero su mala suerte no acabó allí. Sus padres, luego de escuchar lo que Manuel tenía que decir con respecto a ella y al motivo de su abandono público, decidieron darle la espalda y echarla de su casa. Era una deshonra para la familia y debería marcharse cuanto antes. Le tiraron algunos billetes como limosna y la expulsaron sin más consideraciones.
A Lucrecia no le quedó más alternativa que pasar por la vergüenza de instalarse sola en un hotel. Pero allí su suerte empezó a cambiar. Tuvo la oportunidad de conocer a Raimundo Cerrico. Él había sido tan amable, se había comportado como todo un caballero... la escuchaba, la entendía... Ella por su parte le había confesado toda su historia. Desde su compromiso con Manuel hasta el funesto día en que éste le había presentado a su mejor amigo, Antonio.
Antonio había estado fuera de España por tres años, por eso nunca antes se habían visto. Pero a su regreso, Manuel no dudó en presentárselo a su prometida. Él se había quedado prendada de ella desde el primer momento. A partir de ese día, Lucrecia lo veía por todas partes. Él la perseguía, la acosaba... en fin, no la dejaba en paz. Como se acercaba la fecha de la unión matrimonial entre Manuel y Lucrecia, Antonio comenzó a desesperarse. Y en un acto de absoluta bajeza decidió impedir el enlace desparramando unas cuantas mentiras.
El muy desgraciado le contó a Manuel que era Lucrecia la que no paraba de perseguirlo y acosarlo y quería seducirlo a cualquier coste. Que era una mala mujer y no debía casarse con ella. Y el idiota en vez de creerle a ella, pues claro, prefirió creer en la palabra de un hombre ya que además era su mejor amigo. Cuando sus padres se enteraron pusieron el grito en el cielo y no dudaron de que la palabra de dos caballeros tan honrosos como lo eran Manuel y Antonio pudiera ser mentira.
Y así fue como tuvo que mudarse al hotel y conoció a Raimundo. Luego de referirle los pormenores de tan desgraciada historia, a él pareció no importarle y se hicieron muy amigos. Salían juntos casi todas las tardes y Raimundo se reía mucho con las ocurrencias de Lucrecia, siempre tan divertida y alegre. Y luego de quince días fue que Raimundo le hizo aquella extraña propuesta.
Raimundo necesitaba una esposa para preparar a su hija en el gran debut. Además le había tomado mucho cariño a Lucrecia y quería ayudarla a salir de la situación tan embarazosa en la que se encontraba. Por eso decidió ofrecerle aquella especie de convenio:
- Si te casas conmigo se acabarán tus problemas. En Francia nadie te conocerá y no tendrás que soportar miradas escrutadoras ni rumores malignos. Además tendrás todo lo que necesites. Solamente te pido que trates bien a mis hijos y, especialmente, que ayudes a mi hija en todo lo referente a su presentación. Yo no puedo encargarme de esas cosas. Yo te prometo que para que tu reputación no se vea afectada, frente al mundo seremos un matrimonio normal, sólo tu y yo sabremos que esto es un pacto entre dos amigos que quieren ayudarse mutuamente. ¿Qué te parece la idea? ¿Aceptas?
Lucrecia no podía creer su buena suerte. Después de tantos infortunios Raimundo fue su salvación. ¡Por supuesto que aceptó! Además estaba complacida con la idea de vivir en Francia y volver a pertenecer a un círculo social distinguido. Las cosas no le hubiesen podido salir mejor.
Recordar estos momentos de su vida tan trágicos pero con un final que podría considerarse bastante feliz, le produjo una dosis extra de insomnio. La noche estaba algo húmeda y no lograba conciliar el sueño. De repente sintió deseos de saborear algo dulce. Quizás un trocito de chocolate la ayudara a dormir. Bajó decidida las escaleras que conducían a la opulenta sala de estar para luego desviarse casi secretamente hacia la cocina.
Un extenso ventanal decorado con suaves cortinas de seda lila ocupaba una parte importante de aquella cocina. Aquél portal era una de las entradas que conducían al amplísimo y magnánimo jardín de la hacienda. Por allí afuera también se encontraba el jardín de invierno. Las flores que albergaban los Cerrico eran de diversas texturas y variados aromas, y la distribución de los colores florales se había hecho en base a círculos concéntricos. Cada círculo desprendía un aroma y un color diferente. También dentro de los distintos círculos se hallaban bancos en donde sentarse a admirar la belleza o a leer un buen libro. En definitiva, era un jardín de una preciosidad digna de contemplarse.
Lucrecia traspasó la puerta que comunicaba el pasillo del salón con el recinto culinario y se encaminó hacia la alacena de los dulces. Pero grande fue su sorpresa cuando divisó la imagen que aquel ventanal de la cocina dejaba adivinar. Absolutamente desconcertada pensó: ¿P-p-pero... pero qué es esto...? Sintió cómo la indignación se adueñaba de cada poro de su cuerpo. Le traspiraban las manos y el apetito se le había cortado abruptamente. Definitivamente esto no iba a quedar así.
Qué día más agotador!, pensó Georgina. Demasiadas emociones fuertes para su gusto. Primero, la alegría de saber que Christian no estaría en la hacienda. Al segundo siguiente la angustia de haber escuchado su irritante voz. A la tarde, el infortunado incidente con Juan, la pelea con Christian, la caída, el dolor del pie lastimado... Dios, ahora que lo pensaba tendría que hablar con Juan de una vez. La explicación que le debía no podía demorarse un día más. Mañana bien temprano era lo primero que se proponía hacer. Bueno, además de evadir a Christian, pero ese era un propósito no sólo mañanero sino para el resto del día. Maldita sea, otra vez sus pensamientos derivaron hacia momentos que no quería, más bien que no debía recordar. Seguía odiando al patán con todas sus fuerzas y además se sentía profundamente humillada. Pero eso no quitaba que aún recordara con toda claridad aquellos breves instantes en los que su guardia había cedido y se había dejado intimidar hasta el punto de mirar a Christian con otros ojos...
Bueno, la situación todavía no es alarmante, se dijo a sí misma Georgina. Esto que sucedió fue solamente un aviso, una advertencia de que ahora más que nunca tengo que reducir a cero los encuentros con el patán. No puedo exponerme otra vez a situaciones en las que me sienta vulnerable.
Todas estas ideas se arremolinaban en la cabecita de Georgina mientras contemplaba sentada en uno de los bancos de piedra cómo las amapolas que se hallaban en el tercer círculo concéntrico se ondulaban con la leve brisa veraniega. Había tanta paz en el jardín... Pero ésta no duró demasiado tiempo. Por el contrario de lo que ella pensaba, aquella noche Georgina no había acabado con las emociones fuertes. Aún le esperaba alguna que otra sorpresa. La primera conmoción no se hizo esperar.
- ¿Y la escoba?
Vergüenza, asco, odio, rabia, confusión y luego cierta atracción eran sentimientos que Georgina había experimentado a lo largo del día. Pero lo que había sentido hacía apenas un segundo nada tenía que ver con todo eso sino con el pánico. El muy maldito se había acercado silenciosamente por atrás y le había acarreado un susto de muerte. Y encima le había susurrado esas palabras al oído mientras apoyaba sus dos manos en los hombros de Georgina... Cuando el sobresalto que había sufrido comenzaba a aplacarse, Georgina titubeó mientras respondía:
- ¡Casi... casi me matas del susto pedazo de animal! - Bah, tonterías, aunque esa era mi intención principal y lo reconozco, por desgracia aquí sigues vivita y coleando. En el futuro tendré que probar otras tácticas. - ¡Maldito patán! Debí imaginarme que saldrías con alguna de tus idioteces. Y hablando de idioteces... ¿qué quisiste decir con eso de la escoba? No, no me digas nada. Si ya lo estoy adivinando. El instinto machista aflorando otra vez, ¿verdad? Claro, quieres humillarme haciéndome ver que para lo único que sirvo, ya que soy mujer, es para agarrar una escoba y barrer. ¿Era eso, no? ¡Ja! Pues te aviso que me importa un cuerno lo que pienses, ¡estúpido! - Caramba, no lo había pensado en ese sentido, pero ahora que lo dices... sí, también por eso lo dije. - ¿Qué dices? ¿Y entonces porqué se suponía que me hacías semejante pregunta? - Bueno, yo sólo quería saber en donde habías dejado tu escoba. Las brujas siempre salen en el medio de la noche con su escoba... ¿no?
Georgina otra vez se había puesto roja de indignación y cólera. Pero dejó escapar un resoplido, se contuvo y volvió a sentarse en el banquito con los brazos cruzados y la vista apuntando hacia el cielo estrellado. No valía la pena molestarse. Ella estaba a punto de estallar de rabia pero él, por el contrario, esta vez no parecía hallarse iracundo como siempre que discutían. No, el mequetrefe parecía divertirse. Y no le iba a dar el gusto.
- Ay, qué bien. Parece que últimamente te gano todas las partidas... Simplemente te limitas a enrojecer y a callar. Una idea muy acertada por tu parte. ¿Sabes? Cada vez que abres la boca me convenzo más de que tu destino es la soltería. ¿Qué marido podría aguantar a tal arpía? Es más que lógico que todavía no te hayas casado... - En primer lugar si me caso o no, no es de tu incumbencia, querido. Pero ya que has sacado el tema a relucir, te aviso que la decisión de no casarme es exclusivamente mía ya que pretendientes no me faltan. Por otro lado, la decisión la tomé justamente porque no pienso amarrar mi vida a la de algún cretino como tu. - ¡Pues no te creo nada! Lo más probable es que nadie tenga el valor suficiente como para pedirte que seas su esposa. Aunque tal vez el papel de amante sí que lo cumplas bien... Ese rol te queda a la perfección. Bueno, al menos eso se comenta... - ¡Vete al infierno! ¡Te odio! -Mmm... creo que vas a tener que renovar tu vestuario en materia de insultos. Te estás repitiendo mucho últimamente, querida. Pero tranquila que no todos los hombres somos iguales y quizás logres engatusar a algún tonto con tus encantos. - Por supuesto que no todos los hombres son iguales. Los hay malos y los hay peores. Y te aseguro que tu caes en la última categoría. Aunque pensándolo bien los patanes cretinos ni siquiera entran en la categoría de hombres sino, como creo ya te dije alguna vez, en la de cerdos.
Christian, que seguía apoyado con sus dos codos en el respaldo del banco, decidió sentarse en el mismo, al lado de Georgina. Esta niña necesita una lección, pensó. A mi que no me venga con el cuento ese... todos necesitamos sentirnos queridos por alguien... Voy a demostrarle que hay cosas que valen la pena...
Georgina se había volteado un poco en cuanto Christian se había sentado a su lado, para así darle la espalda. Sus brazos seguían cruzados y su barbilla se mantenía alta en clara actitud desafiante. De repente sintió cómo un dedo la tocaba suave pero repetidamente en su espalda. Se dio la vuelta violentamente y exclamó:
El balbuceo de Georgina duró apenas dos segundos. Cuando Christian siguió insistiendo en besarla de aquella manera... ya no pudo resistirse. Le estaba agarrando la cabeza firmemente con sus dos manos. El tiempo volvía a hacerse lento y pausado. El beso de Christian era posesivo, salvaje... parecía que iba a devorarla allí mismo.
A lo lejos, tras los cristales de un ventanal, Lucrecia se hallaba perpleja observando tales acaecimientos. Estaba sulfurada y si no se retiraba rápidamente de aquél lugar, sus nervios terminarían por traicionarla. Decidió que lo mejor era alejarse y pensar en la oscuridad de su habitación en todo este asunto.
Christian y Georgina continuaban con su momento de pasión ajenos a lo que ocurría con aquél par de ojos vigilantes. Y aunque el beso seguía teniendo un carácter posesivo, dominante, la tensión entre ellos era aún muy palpable. Cuando Christian, casi en un movimiento inconsciente, deslizó su mano delicadamente sobre los hombres de Georgina, ésta recupero algo de la poca cordura que aún conservaba y con algo de esfuerzo balbuceó:
- Christian... suel... sueltam... ¡suéltame!
En un principio Christian se había resistido a dejarla ir, pero cuando su voz fue demasiado apremiante no le quedó más salida que soltarla.
- ¿Qué fue todo eso...? - En castellano eso se llama besar. Si lo buscas en un diccionario seguro que te aparece el vocablo. Aunque siendo institutriz me extraña de ti... - ¡Idiota! Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Porqué lo hiciste? - Mmm... no lo sé. Supongo que para fastidiarte. - Pues lo conseguiste. ¡No te vuelvas a acercar a mí! ¿Entendiste? ¡Me das asco! - Tranquila, para tu información, ¡yo tampoco lo disfruté!
Y se marchó así como había llegado, silencioso, pausadamente. Una vez en su habitación reflexionó sobre lo sucedido. ¡Había querido darle una lección! ¡Y la lección se la había llevado él! Últimamente las cosas que hacía siempre se le tornaban en su contra. Esta noche había aprendido que la compañía de Georgina podía ser muy peligrosa. Esa encantadora de serpientes sabía cómo desplegar sus atractivos... En fin, la lección de esta noche consistía en saber mantenerse muy alejado de la arpía. ¡Ja! Él no pensaba ser uno más de la lista de conquistas de la pequeña bruja. Sin embargo ese beso... iba a ser muy difícil de olvidar. Y pensar que había tenido que mentirle. Claro, luego de que ella le dejara bien en claro que no había disfrutado en absoluto de aquello... él no podía ser menos y admitir lo contrario. Evidentemente la única solución que le quedaba era alejarse de ella y dejar que esta tontería se le borrara de la mente de una vez. Esto era sólo pasajero, producto de la exaltación del momento, pero nada más...
¿Es que lo de la tarde no había sido suficiente? ¡No, resulta que ahora hasta la había besado! ¿Porqué? ¿Porqué tuvo que hacer eso? Ahora las cosas se le habían complicado mucho más. Se sentía muy confundida. Por supuesto que no estaba enamorada de Christian ni mucho menos, pero ese beso había despertado una pasión difícil de acallar... y de resistir. Y el muy desgraciado, como buen hombre que era, le había señalado que sólo lo había hecho por perturbarla, no por que a él le agradara hacerlo. ¡Y vaya si lo había conseguido! A estas alturas lo único que cabía hacer era continuar con el plan original de mantenerse a la mayor distancia posible...
- Yo quería disculparme... por lo de ayer. - No tienes por qué, no fue tu culpa. - Es que yo quiero que sepas que mis sentimientos... no son los que tu crees. - Mira, fue una broma pesada. El mismo Christian ya me pidió disculpas y hemos aclarado las cosas. En realidad el que debe dispensarse soy yo. Te utilicé de manera imperdonable para devolver aquella broma... y estoy muy arrepentido. Es que soy tan impulsivo que a veces... - Sí, Juan, yo lo entiendo. Pero de todos modos quiero explicarte. Voy a serte franca. Mira, tu eres un hombre muy atractivo... eso salta a la vista. No voy a negarte que... que... me llamaste la atención desde el primer momento en que te vi. Eres tan diferente a los caballeros franceses...
Georgina estaba realmente apenada. Le daba mucha vergüenza estar hablando de estas cosas tan abiertamente. Sin embargo no podía permitir que esta confusión llegara más lejos. Se prometió a sí misma que lo primero que haría esta mañana sería hablar con Juan y lo estaba cumpliendo. Bueno, al menos lo intentaba, porque estos nervios no la dejaban expresarse como ella hubiese querido...
- Bueno, soy mujer... y... y tengo ojos. Yo sé que esto debe parecerte un atrevimiento y que lo que te digo no es propio de damas decentes, pero yo no pienso de la misma manera. Verás... yo tengo ideas un tanto... bueno, revolucionarias por llamarlas de alguna manera. Creo que las mujeres tenemos el mismo derecho de opinar sobre ciertos temas. Y... y de eso sí que no me avergüenzo. Esta es mi forma de pensar así les guste a muchos o no. - Pues en eso yo estoy de acuerdo contigo. Jamás te degradaría o pensaría que eres menos por ser mujer. Es algo que no tolero. - Te agradezco que me lo digas, no se escucha muy a menudo... En fin, prosiguiendo con lo que estaba diciéndote... quiero que sepas que jamás pensé en ti con segundas intenciones. Es decir, te admiro, eres un hombre digno de ser contemplado tanto por dentro como por fuera, pero yo no quiero que eso se malinterprete, que creas que yo quiero algo... bueno, algo más que tu amistad. Esto mismo venía a decirte ayer, por eso acudí a la cita, pero no me diste tiempo a contártelo... Espero que me entiendas. - Mira, Georgina, yo lo entiendo. Te agradezco lo que piensas de mí y también aprecio tu sinceridad. Lo que sucede es que... bueno, algún día Mónica y yo te contaremos la razón de nuestras desconfianzas. Por ahora sólo puedo decirte que valoro tu esfuerzo y que intentaremos olvidar todo lo sucedido y comenzar de nuevo. - Gracias Juan.
¿La razón de nuestras desconfianzas? ¿Qué habría querido decir Juan con eso?, pensaba Georgina mientras leía un libro en su habitación. Con que sí había alguna razón oculta por la cual parecían siempre tan recelosos con ella... ¿Pero qué podría ser? ¿Porqué sucedía sólo con ella y no con otras mujeres tal y como había podido comprobar ella misma en la noche del baile? No se mostraban nada desconfiados con Lucrecia, o con Isabella, o con las otras damas que participaron de la reunión... En fin, esto era un enigma. Pero Juan había dicho que algún día se lo contarían... y de verdad esperaba que eso sucediera, porque se moría de la intriga.
El resto de la jornada de aquél cálido domingo transcurrió sin mayores sobresaltos. Christian y Georgina se rehuyeron deliberadamente, sólo se encontraban para la hora de las comidas pero apenas si cruzaban una o dos palabras cordiales. Por otro lado él, Juan y Raimundo, volvieron a montar a caballo para terminar de recorrer la vasta región. Mónica había vuelto a su antigua ocupación: se había puesto a bordar en la tarde junto a Lucrecia. Hacía tanto que ya no se ocupaba de aquellas cosas... Sin embargo todavía le agradaba entretenerse un rato con eso mientras conversaba. A su vez, Georgina se hallaba en su habitación. Se había excusado con todos y había subido pretextando una ligera indisposición.
De regreso en el hotel, Juan y Mónica conversaban sobre todo lo sucedido en el fin de semana:
- ¿Pero tu crees que Georgina fue realmente sincera? - Mira Mónica, no te lo podría asegurar. Pero de lo que sí estoy seguro es de que la juzgamos muy duramente desde el principio. Ni siquiera le dimos una oportunidad. Creo que estuvimos mal y que al menos se merece que intentemos conocerla un poco mejor. Es lo mínimo que podemos hacer. Mejor dicho, lo mínimo que tendríamos que haber hecho en un principio. ¿Estás de acuerdo? - Sí..., tienes razón. Quizás fuimos algo injustos. Te prometo que voy a tratar de llevarme mejor con ella y de conocerla un poco mejor antes de seguir emitiendo opiniones fundadas en las apreciaciones de terceros. Pero... ahora cuéntame, ¿cómo te fue en el recorrido que hiciste de la hacienda? ¿Fue positivo? - Sí, en ese sentido no creo que tengamos mayores problemas. El campo es apto y nuestras negociaciones siguen más que nunca en pie. Eso sí, como te comenté el otro día, vamos a tener que extender un poco más el viaje. Unos quince o veinte días... Pero dejémonos de hablar de estas cosas y dediquémonos de lleno... al ocio. - ¡Ay, Juan! ¡Tu no te agotas nunca...! ¡Ni siquiera después de un viaje un poco cansador! - Mmm... no, lo cierto es que no me siento cansado en absoluto... mi amor.
**************
La oscuridad de la noche y de ciertas zonas parisinas hacían que muchas veces las caras de las personas no se distinguieran o se confundieran. A eso de las doce de la noche y con un cielo estrellado sobre su cabeza, una mujer caminaba por la calle. Llevaba una capa azul marino que no cuadraba en absoluto con los meses de calor de esta época del año. Era evidente que no quería ser reconocida. Su paso era ligero y casi no se detenía. La capa le servía de escudo perfecto para sus propósitos. Cuando llegó a una casa que mantenía encendido un farol en la puerta, dio tres golpecitos a la misma y entró:
- ¡Ya creímos que no ibas a llegar! ¡Estás tan ajetreada últimamente...! - Ay, no me digas eso. Lo que menos deseo es faltar a estas reuniones y lo sabes... pero he estado bastante ocupada. De todos modos aquí estoy y dispuesta a comenzar a trabajar. Así que manos a la obra. ¿Alguna novedad durante mi ausencia? - No... bueno, lo de siempre, un par de cartas de Alemania, un folleto de...
La muchacha prosiguió con sus comentarios y luego las dos mujeres se unieron al grupo y empezaron cada una a ocuparse de la tarea que le correspondía. El grupo estaba formado por unas veinticinco mujeres aproximadamente que iban rotándose por turnos ya que muchas de ellas no podían salir de sus casas tantas veces seguidas por miedo a ser descubiertas. A otras eso no les importaba demasiado pero en fin, había que cuidar la reputación de las que así lo exigían...
***********
Mónica estaba decidida a cumplir con la promesa que le había hecho a su marido y con ese propósito había enviado un recado a la vivienda de Georgina invitándola al salón del hotel con el fin de conversar un rato. Ella había aceptado y se encontraba en estos momentos tomando el té con Mónica. Decidió que lo mejor era tomar el toro por las astas y no sin cierta timidez se aventuró a preguntar:
- ¿Te contó Juan... lo que platicamos el domingo pasado? - Sí, Juan y yo siempre hablamos de todo. Es una norma que establecimos desde que nos casamos, ¿sabes?, pero que en algunas circunstancias no pudimos cumplir. Cuando eso sucedía siempre traía complicaciones. Por eso nunca más nos ocultamos nada, por más difícil que sea lo que se tenga que decir. Te aseguro que es un forma de vida muy satisfactoria. - Sí, la verdad que eso es ideal, pero tu bien sabes que las mujeres la mayoría de las veces no tenemos la posibilidad de opinar. Tu caso es especial, hombres como Juan hay pocos... - Sí, en eso tengo que darte la razón, Juan es único... - Pero volviendo al tema principal de todo esto... bueno, quería disculparme contigo también. Yo... - Georgina, no tienes que darme explicaciones, Juan ya me dijo cómo fueron las cosas y lo cierto es que... en cierta manera lo entiendo. Mi marido es una persona... digamos... impactante. Le sucede a todo el mundo cuando lo conocen. Me ocurrió también a mí... - Sí, me lo imagino... ¿Se casaron muy enamorados, no? Bueno claro, no podría ser de otra manera, enseguida se nota que Juan te adora... y lo mismo sucede contigo. - Bueno... las cosas no fueron exactamente así. Existía atracción entre nosotros y a medida que pasaban los días yo iba sintiendo cosas más fuertes por él. Y a Juan le sucedía lo mismo. Con lo cual para el momento en que nos casamos... pues ya nos habíamos empezado a enamorar. Pero el vínculo del matrimonio afianzó todo aquello que recién empezaba. Descubrí que la convivencia con él era maravillosa... Yo no sabía nunca qué esperar de él, siempre me desconcertaba porque yo había sido criada de una manera y él... era tan distinto... Sus costumbres eran algo diferentes, pero además era tan cariñoso, tan... especial conmigo. Y yo... ¡tan inexperta! - ¡Ja, ja! Como todas las señoritas cuando recién se casan... - Pues sí. - ¿Y... cómo se conocieron? Me dijiste que al principio no estaban enamorados... ¿fue acaso un casamiento arreglado? - Mmm... sí y no. Alguna vez ya te contaré esa historia... Georgina... ¿puedo preguntarte por qué estás tan poco inclinada al matrimonio...? - Bueno... es que yo fui la menor de cinco hermanos... y no te imaginas lo que he sufrido por eso. Mi madre siempre ha sido una persona bastante abierta y gracias a ella he aprendido gran parte de lo que ahora sé. Ella me educó y me dio otros valores... a escondidas de mi padre, por supuesto. Él es un hombre bastante autoritario y machista, y mi madre ha sufrido mucho por eso. Él y mis hermanos nos han hecho la vida imposible. Por eso yo me fui de mi casa, prácticamente me escapé. Él sintió tanta vergüenza que prefirió desconocerme y hacer como que yo no existía. Tampoco mis hermanos han venido a verme... En fin, que yo estoy harta de los hombres. He tenido mi gran dosis de ellos y lo único que quiero es estar tranquila, ser libre, ¿entiendes? - Sí... la verdad es que te comprendo. Pero no deberías encerrarte de esa manera en ti misma, quizás algún día aparezca en tu vida un hombre que no sea como ellos... Tienes que darte esa oportunidad... - Dudo mucho que eso suceda... Y de todos modos yo jamás renunciaría a mi libertad. Es lo más sagrado que tengo.
- ¿Entonces a ti también te pareció que estaba siendo sincera?, le preguntó Juan a Mónica esa misma noche mientras se preparaban para ir a dormir. - Sí Juan, yo creo que sí. Estuvimos conversando mucho... de todo un poco. Y creo que el único mal que ha cometido es el de ser distinta. Por lo que me comentó no ha tenido una vida fácil. Su padre y sus hermanos son muy dominantes y siempre han intentado controlarla. Aunque con el carácter que tiene Georgina... bueno, les ha sido bastante difícil. Ella quiso alejarse de todo eso y ser independiente, pero claro, lo que ha logrado además de eso es arrastrar una retahíla de chismes detrás. Y los rumores que se ciernen sobre ella... bueno, tu ya los conoces. - ¿Pero piensas que son ciertos? - Mmm... no lo sé. La verdad que no me parece una chica que vaya por ahí acumulando amantes... pero tampoco la conozco tanto. Voy a seguir propiciando estos encuentros, ¿sabes? Creo que deseo conocerla un poco mejor...
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Habían pasado tres días desde aquél fatídico domingo en que se le había ocurrido la brillante idea de darle un beso a la arpía. El plan de no volver a verla, sin embargo, no estaba dando los resultados esperados... Seguía pensando en ella y en esos segundos en donde todo lo que los rodeaba pareció esfumarse. En esos instantes no había habido gritos, peleas o insultos. Simplemente habían sido un hombre y una mujer... uniendo sus pasiones. Para que esta situación se terminara decidió aceptar la invitación de uno de sus amigos. Irían a pasar un rato agradable en alguna taberna de los barrios bajos de París.
Mientras se dirigían a aquel lugar, los dos amigos conversaban animadamente en el carruaje. Christian no paraba de bromear. En estos momentos había logrado distenderse y olvidarse de todos sus problemas. La noche estaba apacible e invitaba a pasear y a disfrutar de una agradable velada. Cuando comenzaron a salir de la zona de los barrios de más importancia, se metieron por un sector en el cual habitaban gente de clase media y algunos aristócratas venidos a menos. Para el momento en que Christian asomó su cabeza a la ventanilla del carro, era demasiado tarde. Estaban pasando justo por la calle lateral al domicilio de Georgina. Tendría que haberle advertido al cochero con anterioridad que no se acercara por estos parajes. Cuanto más lejos estuviera de ella... mucho mejor. No obstante, la curiosidad pudo más que él y decidió mirar hacia su casa. Grande fue su sorpresa cuando una mujer vestida con una capa oscura salió de allí y comenzó a caminar por las solitarias callejuelas de aquel barrio. ¿Pero... qué es esto...?, pensó Christian. ¿Es que la desfachatez de Georgina llegaba a tal punto de no importarle quién la viera mientras salía a encontrarse con sus amantes? ¿O sería que esa mujer no era Georgina? Pero si no era ella... ¿quién podía salir de su casa a estas horas y con esa pinta?
Para el momento en que los dos camaradas arribaron a la antigua taberna, Christian ya no se sentía con humor para las juergas. Las dudas que lo asaltaban lo estaban matando. Tendría que hacer algo para averiguar la verdad... Dos horas después, se hallaba de camino a su casa. Lo cierto es que ya no era una compañía muy grata, y todo por la curiosidad que había sentido al ver a la arpía -o a la supuesta arpía ya que aún no lo sabía con seguridad- vestir de manera extraña y perderse por aquellos recovecos...
La noche era oscura y unos grises nubarrones anunciaban una posible pequeña tormenta veraniega. No hacía demasiado calor y una fresca ventolina se esparcía por la ciudad. Georgina, como casi todas las medianoches, había salido de su casa y se dirigía al encuentro de aquellas mujeres. Esta vez su paso, que de por sí era veloz, se notaba mucho más presuroso, no quería que la lluvia la alcanzara en plena calle. Pero cuando apenas había avanzado unas dos calles, sintió cómo unas gotitas comenzaban a descenderle por la cara. Intentó entonces ir más deprisa, pero de repente sintió que algo bruscamente la tiraba hacia atrás. En ese segundo todo fue confusión y luego el pánico comenzó a invadirla. ¡Alguien que se había escondido en la esquinita del callejón la había agarrado y le estaba tapando la boca! Él estaba de espaldas y para que no pudiera reconocerlo le dijo en un extraño susurro:
- ¿Ves porqué las señoritas no pueden salir de sus casas a esta hora y menos sin compañía?
La sangre se le heló y el corazón dejó de palpitarle por unos segundos. O al menos eso fue lo que sintió. Jamás en todo el tiempo que llevaba saliendo de noche se había enfrentado a algún peligro. Casi no sentía las piernas y creyó que iba a desmayarse. ¡Y ella que era tan fuerte! Aquél hombre, mediante un extraño rodeo, le dio la vuelta súbitamente y en ese instante a Georgina le volvió el alma al cuerpo. ¡Era el estúpido de Christian! Había estado en aquellos instantes tan aterrorizada que su primera reacción, del todo instintiva, fue aferrarse al individuo y abrazarlo con todas sus fuerzas. Mientras lo hacía sólo pudo exclamar un ¡Gracias a Dios eras tu!
Christian se hallaba perplejo. Había experimentado tanta rabia de que Georgina tuviera amoríos y no fuera lo bastante prudente como para al menos intentar enmascararlos, que había decidido darle una lección. ¡Con razón se habían desparramado tantos rumores sobre la sabandija! ¡Y todos acertados! Sin embargo en este preciso momento en lo único que podía pensar era en su tremenda estupidez... ¡Diablos! ¿Cuándo iba a aprender de una vez por todas que esto de las lecciones y las venganzas siempre se le volvían en su contra? ¿Porqué tuvo que ceder a este impulso idiota cuando estaba tan decidido a no propiciar encuentros con Georgina? La arpía estaba muerta de miedo, había sentido claramente cómo su cuerpo comenzaba a temblar. Y cuando se mostró ante ella, estaba preparado para lo peor, sabía que intentaría como mínimo descuartizarlo. Y sin embargo sucedió aquello... su pánico había sido tal que lo único que pudo hacer fue abrazarlo... y eso lo había desarmado por completo. Entonces él, a su vez, le correspondió a ese abrazo tiernamente.
Sin embargo aquél mágico momento terminó por desvanecerse en cuanto Georgina tomó conciencia de lo que estaba ocurriendo allí. Bruscamente se deshizo de los brazos de Christian y comenzó a reclamarle:
- ¿¿¿Qué significa todo esto??? ¿¿¿Te volviste loco??? ¡¡¡Casi me muero!!! ¿O es que te gusta este jueguito estúpido de asustarme por que piensas que un día de estos de verdad voy a infartarme y a morirme? Por que si es así te aviso que estás haciendo muy bien tu trabajo... ¡esta vez estuviste a punto de conseguirlo! - Yo... yo... - ¿Y me quieres decir qué demonios estás haciendo aquí? ¡No me digas que me estabas siguiendo! - ¡Por supuesto que no, no seas ridícula! Es que... bueno... pasaba por aquí para... para buscar a un amigo. - ¿A un amigo? ¿Por estos barrios? ¡Por favor...! - ¿Acaso tu conoces a todos mis amigos? - No, pero... - ¡Entonces no te pongas a opinar sobre lo que no sabes! - Grrrr... ¡Vete al infierno! Georgina se dio media vuelta y estaba por emprender nuevamente su camino cuando sintió otra vez que la tironeaban. - ¿Y tu adónde ibas, eh? ¡Dímelo! - ¡Lo que me faltaba, además de ser un patán despreciable también es un entrometido! ¿Qué rayos te importa lo que hago o dejo de hacer? No pienso decírtelo. - ¡Ja!, ya me lo imagino, seguro que ibas a ver a alguno de tus amantes... No hace falta ser muy listo para hacer ciertas deducciones... - No, eso seguro, ¡de listo tu no tienes ni un pelo! Y ahora, ¡Adiós!
Por tercera vez quiso seguir su camino y por tercera vez fue interrumpida por un brazo que se lo impedía. Pero en esta ocasión el tirón había sido tan fuerte que sus dos cuerpos quedaron prácticamente pegados. Se miraron intensamente y eso derivó en que Christian en un arrebato de locura le robara otro beso a Georgina. Sabía que no debía dejarse llevar por el momento, pero no podía evitarlo. Su cuerpo se lo pedía a gritos. Uno más, solamente uno más y nunca volvería a tocarla. Georgina también lo deseaba, por eso no opuso mucha resistencia. Es más, sacó sus brazos por afuera de la capa y llevó a cabo un esbozo de abrazo hacia Christian. Eso sí, tan imperceptible que ni él se dio cuenta. Pero su cabeza le decía que esto no era bueno. Debía primar la razón y por ello se separó rápidamente de Christian e inquirió:
- ¿Y ahora porqué lo hiciste? - ¿Perdón? ¿Debo recordarte que tu correspondiste a ese beso? - ¡No te atrevas a echarme la culpa a mí, cobarde! ¡Ahora respóndeme! ¿Porqué lo hiciste? - Para para ver si enfadándote me decías a dónde ibas. Bueno, la excusa era bastante mala pero era lo primero que se le había ocurrido. Además parecía que ella le había creído - ¡Ya te dije que no te importa! Y te aviso que con esos besos no vas a lograr nada la próxima tendrás que esforzarte un poco mejor, la verdad es que tu nivel en esa materia está decayendo considerablemente
Y después de decir eso, como si nada hubiera ocurrido, dio media vuelta y se marchó. Esta vez Christian no la detuvo, se hallaba clavado en el suelo, atónito. No daba crédito de aquellas palabras. ¿Qué había insinuado la arpía? ¿Qué no sabía besar? Bueno, más bien se lo había dicho directamente Luego retrocedió un poco y una frase le volvió a la cabeza ¿La próxima? ¿Había dicho la próxima? Entonces ¡Maldita bruja! ¡Lo hace a propósito para que me quede pensando como un tonto como estoy haciendo ahora! Pero no le voy a dar el gusto. Sin embargo esa noche lo único que le volvía y resonaba en su cabeza una y otra vez era aquella frase la próxima la próxima
Christian se hallaba en la biblioteca intentando distraerse un rato antes de cenar con un libro. Leer lo ayudaba a no pensar. No quería recordar nada de lo que había sucedido la noche anterior con cierta persona. Como se encontraba concentrado en aquella lectura, no oyó que unos pasos sigilosos estaban entrando.
- Christian ¿estás ocupado? ¡Ay!, perdón, te asusté, dijo Lucrecia. - No, no pasa nada. Dime, ¿necesitas algo? - Bueno la verdad es que quería hablar contigo - Sí, claro, ¿de qué quieres hablar?
Lucrecia no se molestó en agregar más palabras. ¿Para qué? Lo que venía a decirle requería de pocas palabras y mucha acción. Sin esperar un momento más, se abalanzó hacia Christian y le estampó un beso. Cuando éste reaccionó y pudo escabullirse de los brazos de Lucrecia, no podía creer lo que había sucedido.
- ¿Qué qué haces? - Es mi manera de decirte que me gustas. - P-p-pero pero tu estás casada con mi padre - Ay, no te me hagas el escrupuloso ahora nosotros dos lo podríamos pasar de maravillas y tu padre bueno, tu padre no tendría por qué enterarse. Acto seguido, volvió a abalanzarse sobre Christian pero esta vez él, más prevenido, la contuvo y replicó: - ¡Fuera de aquí! - ¿Qué ? ¿Qué dices? - Es mi manera de decirte que te desprecio. ¡Y agradéceme que no se lo digo a mi padre! No quisiera darle este disgusto y romperle el corazón - ¿Es por esa ramera, verdad? - ¿Qué? ¿De qué estás hablando? - De la mujerzuela esa Georgina Ribas. ¡Y no pongas esa cara! ¡Te vi en la casa de campo cuando la besabas! - Yo puedo besar a quien me dé la gana, no es de tu incumbencia. Y ahora vete, déjame en paz. -Pero Christ... -¡Adiós!
Sin decir una sola palabra más, Lucrecia desapareció de la biblioteca y se dirigió a su recámara. No podía creer que esto le estuviera sucediendo a ella. ¿Cuándo un hombre se había resistido a sus encantos? No podía permitir que Christian anduviera con esa perdida. Era tan apuesto... ¡Pero con estúpidos remilgos morales, igual que su padre! ¿Es que no entendía que ellos podían pasar un rato muy agradable? Claro que Christian no sabía que ella y Raimundo no eran un matrimonio verdadero... y lo peor era que los dos habían hecho la promesa de que jamás se lo contarían a nadie. Si Raimundo se enterase de que ella había roto el pacto y se lo había contado nada menos que a su hijo... no, no podía hacerlo.
¡Y con lo que Christian le gustaba! La había impactado desde el primer día en que lo vio. De eso hacía algo más de un año y todavía no se había atrevido a hacer algún movimiento. Hasta que lo vio con esa mujer y... los celos pudieron más. Sin embargo las cosas no habían salido como ella hubiera querido. Si Christian la rechazaba por aquella, tendría que sacarla del medio. ¡Claro! Ya sé que es lo que voy a hacer. Le voy a contar a Raimundo que la perdida esa se echó encima de Christian y que yo la vi. ¡Cuando Raimundo se entere no va a permitir que una mujer así esté al lado de su hijo!
************
- ¿La besaste sí o no? - Bueno... sí... pero... - Muy bien, ahora por favor sal... - Pero papá... yo... - Adiós hijo, ya hablaremos detenidamente sobre esto.
Christian no podía creerlo. Seguro que Lucrecia le había ido con el chisme a su padre. ¿Pero qué se proponía con todo esto? ¡Y pensar que parecía tan recatada! La anfitriona perfecta, la madre perfecta, la amiga perfecta... ¡y resultó ser de lo peor! En este momento podría decirle la verdad a su padre pero... era demasiado dura, no podía hacerle eso. Tendría que callar y soportar estoicamente.
Por su parte Raimundo, luego de tan breve charla con su hijo, llamó a uno de los criados y les encomendó que enviaran un mensaje a casa de la familia Ribas. Tenía que hablar de este asunto con Ignacio. A la tarde éste se presentó y los dos hombres, después de varios saludos y de contarse algunas cosas sobre su vida ya que hacía tanto que no se veían, se encerraron a hablar en el despacho.
- Ignacio... tengo que hablarte de algo muy serio... - ¿Sucede algo? - Bueno... es sobre tu hija, Georgina. - Esa señorita ya no es más mi hija, la desconozco... y no me interesa nada de lo que esté relacionado con su vida. - Pero en esto no está involucrada solamente ella sino también mi hijo... y temo que tendremos que arreglar varios puntos. - ¿Qué hizo ahora esa desvergonzada...? - Tranquilízate, ya te lo contaré. Ven, siéntate aquí y conversemos.
Los dos amigos debatieron intensamente los pormenores de todo este asunto y arribaron a una solución que les pareció a ambos muy acertada. Sobre todo al padre de Georgina...
- Entonces no hay más que hablar, me alegro que estemos de acuerdo, le comentó Raimundo a Ignacio. - Sí, por supuesto. Hoy mismo voy a hablar con esa... descarada, no te preocupes. - Entonces nos vemos mañana, ¿está bien? - Así será.
- ¿Quién era ese señor querido?, preguntó Lucrecia que estaba bajando las escaleras en el momento en que los dos hombres se despedían e Ignacio se retiraba. - El padre de Georgina Ribas. - Ah... es decir que vas a ponerle un alto a todo este asunto... - Sí, claro, esto no podía demorarse por más tiempo. - Entiendo...
Lucrecia estaba feliz. Había hecho bien en contarle lo sucedido a Raimundo. Él era un hombre que sabía imponerse y de hecho ya había tomado cartas en el asunto. En fin, con esa mujer fuera del camino... sólo le restaba concentrarse en la manera de conquistar a Christian. ¿Cuál debería ser su próximo movimiento?
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